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01 2006

Anticanonización. El saber diferencial de la crítica institucional

Stefan Nowotny

Traducción de Gala Pin Ferrando y Glòria Mèlich Bolet, revisada por Joaquín Barriendos

Querer canonizar prácticas artísticas de crítica institucional supone emprender una tarea bastante paradójica. El motivo es fácil de explicar: la canonización es una parte esencial de esas mismas prácticas institucionales a las que hacen referencia las prácticas de crítica institucional, referencia hecha, además, de forma crítica. Por ello, todo intento de canonización está inscrito inevitablemente en una tácita omisión de los impulsos críticos cuya relevancia se pretende valorar retrospectivamente. La “relevancia” misma se ve integrada en los hilos de la trama de los presupuestos de una historiografía que afirma recelosamente que, en todo caso, al final ha de ser el arte el que escriba su propia historia.

Los resultados de este proceso son bien conocidos, no sólo en lo que afecta al arte subsumido bajo el nombre de "crítica institucional", sino también al que se hace referencia con la denominación "arte político" en general: a Bertolt Brecht se le trata como un revolucionario de la historia del teatro con la manía extravagante del comunismo; los situacionistas como aquellos botarates de las artes visuales que afirmaban, no con menos extravagancia, que el cambio de percepción de la calle es más importante que el cambio de nuestra percepción de la pintura. ¿Y qué pasa con el denominado “arte crítico con la institución”? También éste ha llegado ya a envejecer lo suficiente, en tanto “corriente”, como para dar la bienvenida a diversas historizaciones, autohistorizaciones o “estados de la cuestión”, que se enredan con seductora regularidad en la autorreferencialidad específica del campo del arte, en lugar de revisarla críticamente como un tipo de práctica institucional.

Resulta de poca ayuda, duplicando el gesto retrospectivo, presentar como objeto de negociación alguno de los cánones establecidos para confrontarlo con “otro” canon posible o con un canon ampliado. Obviamente no hay ninguna duda sobre el hecho de que el cuestionamiento y la impugnación crítica tanto de las canonizaciones imperantes y de su complicidad con las relaciones de poder sociopolíticas como de su función legitimadora y estabilizadora de esas relaciones hegemónicas era (y es) un elemento importante en las posiciones de la crítica institucional. Sin embargo, sería forzado deducir de este posicionamiento teórico un precepto de actuación, según el cual se podría alcanzar, como fin, un cambio en las relaciones dadas, sirviéndose de la canonización ampliada o de la contracanonización como medio. Semejante falsa conclusión adolece del problema que sufren todas las teorías superficiales sobre la hegemonía: una reflexión insuficiente sobre los medios. Con ella llega a menudo una fetichización de los fines, allí donde se mantiene que el impulso crítico es, al menos, de orden sociopolítico. Se trata de una fetichización que acaba debilitando la valoración crítica de los medios, o bien se produce una fetichización de una determinada forma de fin allí donde ese impulso se debilita, ensimismado en el espejo de su contexto de aparición. En este último caso, el fin mismo es fetichizado mucho menos que la forma en la que se persigue ese fin. Más en concreto: la fetichización afecta más a la forma en la que alguien se refiere a los fines o a la vía por la que medios y fines se ponen en relación. Esta puesta en relación es tanto más tramposa por cuanto que, en un análisis imprudente, la forma de fin y el medio se presentan como si fuesen lo mismo. Perseguir un fin bajo una forma determinada y negociarlo dentro de los límites de esa forma no quiere decir proporcionar una reflexión suficiente sobre los medios. Significa más bien fijar esos medios a un espectro situado fuera de la crítica, el cual se deriva de una conexión específica entre medios y fines, que es sobre todo contingente y exigida por la reflexión[1]. Esto significa, en último término, una limitación de los mismos fines posibles, en tanto que sólo se considera como fin aquello que se corresponde con el espectro de medios dado.

Un ejemplo flagrante de la adscripción de prácticas artísticas de crítica institucional al marco de la forma del fin de arte lo ofrece la edición sobre crítica institucional del pasado septiembre de la revista Texte zur Kunst. En él,  Isabelle Graw propone completar el canon de los “sospechosos habituales” (Michael Asher, Daniel Buren, Hans Haacke, Andrea Fraser, etc.) con artistas como Jörg Immendorff o Martin Kippenberger. La preocupación de que el canon vigente pueda hacerse “a costa” de determinados artistas, cuyo trabajo pudiera ser leído “también como cuestionamiento de la institución de arte o como ataque a ella”[2] es tan remarcable como el carácter, por lo menos ambiguo, de la esforzada retórica de “costes” de Graw, la cual, en el contexto conceptual del citado número, se relaciona con una contienda entre la crítica de arte y el mercado del arte. En otras palabras, en el trasfondo de dicha edición se puede leer aquella interdependencia conflictiva entre sistemas de valoración simbólicos y materiales, que es característica del campo del arte a lo largo de la modernidad.

No es menos destacable el desmedido ejemplo de la preocupación de Graw que leemos inmediatamente después: atañe a la pintura, menospreciada por el canon, la cual es considerada por la autora como un medio probado de crítica institucional. Graw introduce aquí la figura del “ostentosamente” solitario pintor en su taller, el cual impide que sus "capacidades espirituales y emocionales" sean de acceso público. Con ello la autora estiliza esta figura hasta presentarla como ejemplo del revolucionario crítico con la institución, del antineoliberal negador del espectáculo[3]. Así, mientras el genio realiza su revuelta individual, los demás pueden consagrarse a contemplar cómo emanan sus capacidades en el formato de pinturas --¿por qué no?-- “críticas con la institución”. La “institución del arte” se continua inscribiendo, intocable, en su vieja y conocida variante burguesa, aunque en ella no encontrábamos antes la desdichada lucha contra adversarios neoliberales a la que se ve forzada esta institución.

La ironía en todo esto es que las mencionadas preocupaciones de Graw no se deben sólo a la desazón proveniente de la "falta de confianza" en un arte muy atado a su “supuesta capacidad de crítica”[4]; sino que además hay que sumarles otra preocupación, esto es, el hecho de que “la inflación de las afirmaciones críticas” podría llevar, en último término, a la “neutralización de toda posibilidad de ser realmente crítico”[5]. De hecho, la última preocupación concierne a un problema central que está indisolublemente relacionado con la actividad de la crítica --en oposición a su mera afirmación-- y se debate a fondo en el campo del arte (sobre todo tras la aparición de El nuevo espíritu del capitalismo de Boltanski y Chiapello); ¿Cómo se comporta la actividad crítica para con sus efectos? ¿Hasta qué punto está capacitada para conseguir mantener con vida sus apuestas diferenciales con objetivos cambiantes más allá de la actual autoconfirmación de una “distancia crítica”,  es decir, alimentarlas dentro de un contexto social y hacer que eviten de facto su propia neutralización o un giro hacia fines acríticos?

Graw no deja sin embargo que esta preocupación salga de su cauce y la aprisiona en las fronteras del campo parcelado de la crítica de arte rutinaria, institucional. Por este motivo queda aún una pregunta sin contestar, la cual derivaría del giro que muestra la desconfianza de Graw hacia una “adscripción” del arte a su capacidad crítica:  ¿no se da esta desconfianza en una crítica que se manifiesta en prácticas de crítica institucional, cuando esta crítica se adscribe a su ser artístico? De hecho, esta pregunta se puede ir siguiendo, para hablar en el lenguaje de la canonización, como un elemento esencial del impulso crítico de esas prácticas desde la “primera generación” de las prácticas artísticas de crítica institucional. Aquí basta quizá recordar el texto de 1972 de Robert Smithson “Cultural Confinement”, el cual ve en esta adscripción de la crítica a su condición de arte (y no en la adscripción del arte a su esencia crítica) y por consiguiente en el confinamiento de lo crítico dentro de estructuras representacionales previamente dadas, las condiciones de la neutralización de la potencia explosiva del arte:

“Los museos tienen galerías y celdas, nada diferente a los manicomios y las cárceles; son sus neutras salas de exposiciones. Cuando se coloca una obra de arte en semejante espacio, ésta pierde su potencia explosiva y se convierte en un objeto portátil sin ningún vínculo con el mundo exterior. Una habitación vacía, blanca e iluminada sigue constituyendo una rendición a la neutralidad [...]. La función del curador supervisor es aislar el arte del resto de la sociedad. Después viene la integración. Es el momento en el que la obra de arte, ya totalmente neutralizada, sin efecto, abstracta, inofensiva y políticamente lobotomizada, puede ser consumida por la sociedad”[6].

Sería demasiado fácil limitar el alcance de la crítica de Smithson a las formas de representación museísticas o a la labor de curaduría a las que hace referencia de forma directa. La estructura operativa descrita por el autor, esto es, la lobotomización política de la potencia explosiva de los trabajos artísticos que se sigue del aislamiento y la reintegración neutralizada, funciona también para aquellas obras de arte que, pensadas como intervención política en el espacio público, provocan debates estériles sobre arte o, a lo sumo, sobre política cultural, en lugar de desencadenar realmente la discusión política pretendida. El “curador-supervisor” como funcionario de estas estructuras operativas, tiene a su lado otra serie de funcionarios, entre los que precisamente se encuentran no por casualidad quienes producen el discurso artístico oficial. En último término, la crítica de Smithson alcanza también a los y las artistas mismas, a quienes el texto de Smithson está lejos de ubicar per se en un ingenuo fuera de campo del poder; esto queda claro en su polémica contra las prácticas artísticas posminimalistas:

“Tampoco tengo interés en el arte que sugiere un ‘proceso’ dentro de los límites metafísicos de un espacio neutral. No hay libertad alguna en semejante juego behaviorista. La meta no puede ser que el artista, como si con ratas del laboratorio de B. F. Skinner trabajara, nos muestre sus pequeños trucos difíciles. Un proceso limitado no es un proceso. Mejor sería visibilizar la delimitación, en lugar de generar una ilusión de libertad”[7].

Por lo tanto, el impulso crítico de artistas como Smithson para con la institución se vincula desde el principio no sólo con una iniciativa de “resocialización” positiva-productiva de la propia actividad, que apunta más allá de las fronteras del campo del arte, sino también con el impulso a un cuestionamiento crítico del papel del artista y de sus formas de autoenjaulamiento. Adrian Piper expone con total acierto en su texto de 1983, no menos polémico que el de Smithson, la tarea de la autocrítica que se expresa en este impulso (y que puede extenderse a otros funcionarios y funcionarias del campo del arte):

“[...] la resistencia socialmente condicionada a practicar el difícil y a menudo desagradecido ejercicio del autoanálisis político no responde a una necesidad biológica. Los artistas, al fin y al cabo, no han nacido incapacitados, esto es, con la parte derecha del cerebro del tamaño de una sandía y la parte izquierda del tamaño de una nuez”[8].

La mordacidad y firmeza de semejantes afirmaciones, y sobre todo la multiplicidad de capas del gesto crítico contenido en ellas, se marginan de la discusión actual, en favor de rutinarias canonizaciones y contracanonizaciones. Esto puede tener que ver con que los debates contemporáneos sobre instituciones artísticas u otras instituciones públicas se centran sobre todo en la repercusión que tienen las políticas neoliberales sobre esas instituciones. Y, como en otros ámbitos, el alcance de esta actitud política defensiva y desorientada ante la iracunda reforma neoliberal se expresa no por casualidad en la defensa de instrumentos e instituciones a los cuales ayer tal vez se hubiera sometido a un crítico examen. En lugar de dedicarse a determinar lo definible como “arte” y lo clasificable en “corrientes”, parece aconsejable no perder de vista un tipo de crítica institucional como son los análisis histórico-políticos de las instituciones del arte moderno (o del "arte" como campo institucional) que han sido elaborados por Carol Duncan en Civilizing Rituals[9] o por Tony Bennett en The Birth of the Museum[10]. Se tendría que partir más bien (piénsese para ello en la precisa reconstrucción histórica del carácter de las exposiciones y los museos en la modernidad que propone Bennett en el marco del análisis de las formas de gubernamentalidad de Foucault[11]) de una superposición (en sí contradictoria[12]) de diferentes órdenes de gubernamentalidad, hacia la que debería orientarse hoy la crítica institucional en el campo del arte y más allá de él.

Si aceptamos que cada forma de historiografía tiene que ser vista como una práctica institucional, y si sabemos que no se puede partir simplemente de un “afuera de la institución” sino que es necesario preguntarse además por las posibilidades de transformación de las prácticas institucionales, ¿cómo se puede pensar una alternativa a la canonización que no sea una contracanonización? Una posibilidad radica con toda seguridad en el análisis político de la constelación en la que se piensa actualmente la crítica institucional; es decir, en la adopción de una perspectiva que tenga en cuenta la funcionalidad específica del campo del arte en lo concreto y que trascienda las estructuras autorreferenciales del campo mismo, abarcando también el contexto sociopolítico, así como los cambios que subyacen a tal funcionalidad y, con ello, a las condiciones de la crítica. De cualquier forma, mi intención es presentar aquí una propuesta algo diferente que no entraría en contradicción con la anterior sino que más bien se situaría en paralelo. Ésta sería la de un planteamiento que piensa la “crítica” no tanto según el modelo de una estructura de juicio (esto es, para decirlo rápidamente, a partir de un sujeto que se posiciona frente a las relaciones criticadas), sino más bien según el modelo de una práctica (es decir, a partir de un sujeto implicado, y también implicante, de un modo específico, en las relaciones criticadas).

Tal vez se le ha prestado muy poca atención hasta ahora al hecho de que --hablando de los “saberes reprimidos” o las “discursividades locales” que son desvalorizadas por el discurso dominante-- Foucault utiliza para definir estas formas de saber, entre otros, el concepto de “saber diferencial”[13]. ¿A qué se hace referencia aquí con esta diferencialidad? Claramente a la insumisión de ese saber, al hecho de que “sólo debe su fuerza a la dureza con la que entra en contradicción con todo lo que le rodea”, pero también, por otro lado, a la constatación de que ese saber es en sí mismo diferencial (por este motivo se pluraliza) y no se deja “convertir en unanimidad”: ya la misma genealogía, como táctica descriptiva, lo previene del conocido peligro de codificación uniforme y de recolonización[14]. Este tipo de saber es por lo tanto diferencial no sólo porque como saber antagonista no se deja someter a ningún ámbito discursivo autorizado, a ningún discurso dominante, sino también porque es consciente de los efectos de poder que se encuentran en el desdoblamiento del saber en campos, y en cómo se dota a estos campos de autoridades discursivas, sin adherirse por ello mismo a una nueva totalidad del saber. Como saber plural se “organiza”, en consecuencia, no tanto bajo una forma uniforme sino en un juego de interacciones abierto, no dialéctico, y es por ello que la genealogía foucaultiana puede consistir en “recomponer un saber histórico de las luchas y llevar este saber a tácticas actuales”[15].

Las luchas que Foucault tenía directamente ante sus ojos a mitad de los años setenta y en las que “[h]ace diez, quince años [...] emergió y proliferó la crítica a las instituciones, las cosas, las prácticas y los discursos”[16] son sobre todo las de la antisiquiatría, los ataques contra las jerarquías de género y la moral sexual, y también aquellas contra el aparato jurídico y punitivo. ¿Por qué no añadir a esta lista las luchas de las prácticas de crítica institucional en el ámbito del arte? (No es casualidad que se comparen, en el pasaje de Robert Smithson anteriormente citado, las “celdas” de los museos con las de “manicomios y cárceles”). Lo que podría entrar en el campo de visión de esta perspectiva no es tanto (o por lo menos, no sólo es) la cuestión de la valoración crítica de las instituciones artísticas, ni mucho menos un canon, sino un campo abierto de saberes de acción, un saber práctico que bloquee por sí mismo su reincorporación a la forma del fin del arte, y en el que se actualice la diferencialidad de la crítica institucional. Contamos para ello con las tácticas más diversas de politización de contextos, autoenmascaramiento, enajenación, parodia, ruptura temática con la especificidad de cada situación, pesquisa, producción discursiva y material de contextos, autoinstitucionalización, producción situada en formas de interacción sociales o también, sencillamente, con una más o menos marcada disidencia.

La investigación y la historiografía de la crítica institucional podrían orientarse hacia estas prácticas, si lo que se pretende es llevar este saber hacia "tácticas actuales".



[1] Encontramos un ejemplo que, al menos a primera vista, se encuentra fuera del campo del arte y remite al mismo marco que estas reflexiones en el ensayo de Walter Benjamin “Zur Kritik der Gewalt” del año 1921: el fin de la justicia bajo la forma del derecho, es decir, como fin del derecho a perseguir, significa tenerlo como generalizable (en lo concerniente al derecho), a la vez que la forma del derecho no permite discusión ni en el plano de los medios (leyes, prescripciones jurídicas...), ni en el de los fines (como por ejemplo la regulación libre de contradicciones de los asuntos humanos) [castellano: Walter Benjamin, Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Taurus, Madrid, 1991].

[2] Cfr. [también para las próximas citas] Isabelle Graw, “Jenseits der Institutionskritik”, en Texte zur Kunst, nº 59, septiembre de 2005, pág. 47.

[3] Para la separación de las capacidades creativas y la contemplación en el dispositivo artístico moderno véase Stefan Nowotny, “Polizierte Betrachtung. Zur Funktion und Funktionsgeschichte von Ausstellungstexten”, proyecto Schnittpunkt, Beatrice Jaschke, Charlotte Martinz-Turek, Nora Sternfeld (ed.), Wer spricht? Autorität und Autorschaft in Ausstellungen, Turia + Kant, Viena, 2005, págs. 72-92 [http://www.schnitt.org].

[4] Isabelle Graw, op. cit., pág. 41.

[5] Ibid., pág. 43.

[6] Robert Smithson, “Kulturelle Gefängnisse”, en su obra Gesammelte Schriften, König, Colonia, 2000; pág.185 y ss; aquí, pág. 185.

[7] Ibid.

[8] Adrian Piper, “Machtverhältnisse in bestehenden Institutionen“, en Kunsthaus Bregenz y Christian Kravagna (ed.), Das Museum als Arena. The Museum as Arena. Institutionskritische Texte von KünstlerInnen, Artists on Institutional Critique, König, Colonia, 2001, pág. 54-56; la cita, pág. 55.

[9] Carol Duncan, Civilizing Rituals. Inside Public Art Museums, Routledge, Londres y Nueva York, 1995.

[10] Tony Bennett, The Birth of the Museum. History, Theory, Politics, Routledge, Londres y Nueva York, 1995.

[11] Vuelvo a referirme aquí a mi ya mencionado texto “Polizierte Betrachtungen“,  págs. 80-85, y para la discusión histórico-política relacionada con una “política de la cultura” en el contexto más amplio de la "ciencia de la policía", véase mi “Kultur und Machtanalyse”, en Stefan Nowotny y Michael Staudigl (ed.), Grenzen des Kulturkonzepts. Meta-Genealogien, Turia + Kant, Viena, 2003, págs. 35-56.

[12] ... Por ejemplo debido a la separación entre la economía política y las estructuras del Estado-nación.

[13] Cf. con Michel Foucault, Il faut défendre la société. Cours au Collège de France, 1975-1976, Seuil, Gallimard, París, 1997, pág. 9 [castellano: Michel Foucault, Hay que defender la sociedad: curso del Collège de France (1975-1976), Akal, Madrid, 2003].

[14] Cf. ibid., pág. 12.

[15] Ibid., pág. 10.

[16] Ibid. pág. 7.