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05 2008

«J'y étais». Sobre la palabra recobrada de testigos del año 1892

Conversación con Brigitta Kuster

Brigitta Kuster

Traducción de Raúl Sánchez Cedillo

STEFAN NOWOTNY: Resulta muy difícil considerar la cuestión del testimonio con independencia de la cuestión de la relación entre formas autorizadas y no autorizadas de la producción, la mediación y la transmisión del saber. Sin embargo, las autoridades de los discursos políticos, sociales, así como de los científicos, no son tan sólo «verdades» solidificadas e irrebatibles, sino que más bien se constituyen precisamente con arreglo a una retirada de la circulación de modalidades del saber, del discurso y del relato, que a su vez se condensan de vez en cuando en una protesta, en un discurso de resistencia. En un texto sobre el vídeo «2006-1892 = 114 ans/Jahre», que has realizado junto a Moise Merlin Mabouna, haces referencia a los debates sobre la oralité [oralidad] que han tenido lugar en los últimos tiempos, en los que se ventilaba la posibilidad de una historiografía postcolonial del continente africano que se aparte del discurso histórico europeo. Asimismo, el vídeo discute un testimonio acerca del bisabuelo de Moise, un testimonio que después de 114 años reivindica una presencia viva, donde la fuerza de la transmisión oral se extiende mucho más allá del tiempo de vida del testigo. ¿Qué posibilidades y que dificultades específicas encuentras en el trabajo con tales testimonios?

BRIGITTA KUSTER: En este caso específico, no resulta irrelevante remontarse al principio de esta historia, cuando hace dos años se supo de la existencia en el Camerún actual de un posible testigo de acontecimientos del periodo colonial alemán de finales del siglo XIX, en forma de un recuerdo que, por así decirlo, había acompañado como un equipaje a una historia de migración contemporánea. De esta suerte, resultó que el testimonio por el que preguntas fue incluido en el sumario por el asesinato del bisabuelo de Moise Merlin Mabouna. En cierto modo, primero estaba ahí sin más, y sólo con el tiempo, y en el proceso judicial, comenzó a cobrar significado y «verdad» respecto a otras formas de saber incluidas a grandes rasgos en el archivo colonial. Sobre este trasfondo, me parece importante asumir un caso de testimonio en el que éste no es un medio (que puede resultar más o menos adecuado para algo), sino precisamente el fundamento –y al mismo tiempo, parece reclamar sin embargo una investigación: después de la primera certificación a través de Moise y más tarde a través mío – haciendo las veces de un auditorio, que es lo único que transforma un suceso en un testimonio susceptible de verdad–, dimos paso a una praxis de ponderación e indagación, un ejercicio que se sitúa entre el posible recelo, por un lado, y la desconfianza, por el otro. ¿Qué es, por encima de todo, lo que hace que un testimonio sea tal, sino la confrontación con otros posibles testimonios que hacen que surja la duda? En el modelo jurídico, por ejemplo, en una vista judicial con testigos vivos, con frecuencia se exhorta a estos a que repliquen una afirmación, y cuanto más capaces son de aferrarse durante el proceso a su testimonio originario, tanto más crece su credibilidad como testigos: resulta evidente que la aptitud de un testimonio queda en tela de juicio cuando éste se repite literalmente. ¿Y acaso, llegados a este punto, la aptitud de un testimonio sólo se torna manifiesta cuando éste provoca el común acuerdo, entendido como condición de consenso –o, para ser más exactos: común entendimiento?

Ahora bien, para empezar hay numerosos aspectos que, como se suele decir, complican la situación y que se insinúan por debajo de las palabras, como por ejemplo: ¿cuáles son las praxis sociales, culturales y políticas necesarias  para enmarcar algo como un testimonio, y cómo podemos definir esa construcción de un marco implicado al que un testimonio puede hacer referencia? El historiador Marc Bloch, conocido por sus consideraciones metodológicas acerca del examen crítico de testimonios y fuentes («Le vrai historien doit détenir les qualités dont la première est la probité»[1]), escribe que las dos siguientes proposiciones: «El testigo creíble sencillamente no existe», y «Sólo hay testimonios creíbles o falsos», son prácticamente coincidentes[2]. La mirada que de esta suerte permite arrojar sobre el «testigo de buena voluntad» sitúa a éste en su condición momentánea de observador, pero también hay que tener en cuenta a este respecto que uno sólo ve y oye con exactitud aquello que se propone observar, como dijo Bloch[3].

En nuestro caso, nos topamos de golpe y porrazo con la disciplina de la moderna historiografía y sus complicidades con el proyecto colonial (cotéjense al respecto, por ejemplo, las Lecciones sobre la filosofía de la historia[4] de Hegel, de 1830-1831, en las que éste niega toda historicidad al continente africano, a las que recientemente hizo referencia directa el presidente francés Sarkozy en su «Discurso a la juventud africana» del 26 de julio de 2007, pronunciado en la universidad Cheikh Anta Diop de Dakar, del que cabe citar, entre otras, las siguientes e inconcebibles frases: «Le drame de l'Afrique, c'est que l'homme africain n'est pas assez entré dans l'histoire»[5]). Y, en este sentido, nos sorprendieron los diferentes enfoques que, desde las décadas de 1950 y 1960, tratan de descolonizar la historia de «África». A estos pertenecen también aquellos que se remiten a la centralidad de la oralité, de la transmisión oral y sus diferentes marcos, ventajas y manejos. Uno de los pioneros de su exploración, Jan Vansina, definió la oralité como el conjunto de los testimonios que son transmitidos oralmente de generación en generación. El grito de los testimonios: «J'y étais»[6] resonaba ahora en el marco de una forma de saber, conquistando sus –controvertidas– reglas básicas, que disponían eminentemente de la autoridad para hablar de aquello que ha acontecido. Y tuvimos que responder a una serie de preguntas: ¿Resulta correcto, mediante el cotejo con los expedientes del archivo colonial –y por ende con otros posibles testimonios–  arrojar una sombra de duda sobre el testimonio del que partimos y, en este contexto, imprimirle esa duda sobre su correspondencia con la verdad? ¿O no sería más conveniente, habida cuenta del estado de las fuentes disponibles sobre esa parte de la historia colonial (que, bien es cierto, puede ser muy diferente –y hasta ahora apenas puede decirse, por ejemplo, que hayan sido estudiadas las fuentes árabes escritas) tratar a las y los representantes de los testimonios considerados hasta ahora accesorios por parte de la Historia con mayúsculas como si fueran la parte demandada en esta historia? La situación se presenta además algo complicada, porque hoy tenemos que vérnoslas también con una historiografía postcolonial... –Pero tal vez tengamos tiempo de volver sobre la cuestión.

Ahora bien, aunque al fin y al cabo diría que por fortuna no somos historiadores/as, y en tanto que productores/as culturales podemos permitirnos que nuestra mirada se desplace de forma completamente ecléctica por las regiones de las relaciones de saber entre recuerdo e historia, es preciso admitir también que el medio vídeo con el que trabajamos, (la historia de la aceptación de la fiabilidad indiscutible del ojo de la cámara, esto es, el paradigma de registro de esa tecnología) así como las tradiciones documentales en torno a las cuales nos movemos, están marcadas precisamente, en una medida aún mayor e incuestionable, por las epistemologías occidentales modernas de la verdad, de la linealidad del tiempo cronológico y de sus efectos de verosimilitud, en los términos a los que yo hacía referencia a grandes rasgos en lo que atañe a la disciplina histórica. Así que si me preguntas qué espero sacar de las dificultades que acarrea la empresa de trabajar con tales testimonios, respondería con Marc Bloch: se trata de hacer que los documentos hablen. Fundamentalmente, se trata de descubrir (y al mismo tiempo de descubrir las modalidades del descubrimiento, lo que tal vez sea lo más importante y algo que puede formularse en referencia al testimonio en tanto que marco de las articulaciones de la duda metodológica), qué voz (o voces) eleva ese testimonio –y esto después de su declaración lo hacemos nosotros como oyentes de su testimonio–, qué voz (o voces) ha identificado, buscado o visitado, lo que, a mi modo de ver, implica una especie de promesa.

SN: Tú te haces eco del deseo de hacer hablar a los documentos, que no por casualidad fue expuesto por un historiador: ¿no se pone de manifiesto en ese punto, que tal vez podríamos concebir como una especie de punto de intersección entre testimonio y documento, una cierta ruptura o al menos una diferencia, que supone un desafío específico en el trato con testimonios? Dicho de otra manera: ¿no se articula acaso en la frase de Marc Bloch el deseo, que siempre es característico de uno u otro archivo –o incluso de una superposición de archivos– mediante su inscripción en el logos (la «lógica»), de arrancar un «acontecimiento del habla» que dé acceso a otra modalidad de la presencia, a saber, la «voz» o las «voces», aunque sean las voces de los muertos? ¿Y acaso no se superpone siempre en el acto de dar testimonio un posicionamiento, con arreglo al cual podría lograrse escapar, tal vez no de los archivos en cuanto tales, pero sí al menos de su carácter implacable –a saber, encontrando oyentes que no superponen de inmediato o hasta tal punto el testimonio con el texto del archivo, esto es, que en cierto modo suspenden la transformación del testimonio en un documento? De esta suerte, el testimonio no tendría porqué ser absolutamente «auténtico» (y tal vez ni siquiera «posible»), sino que se caracterizaría por una inversión en una forma de socialidad distinta de aquella dominada por el archivo, una socialidad que al mismo tiempo no deja de ser siempre asimétrica y asincrónica. No obstante, por otra parte las diferentes formas de la sobrecodificación, como las que abordas, por ejemplo, en el caso de las codificaciones nacionales de la historiografía postcolonial, se verían inevitablemente expuestas –lo que colocaría a la «escucha» ante la tarea de interceptar y al mismo tiempo eliminar el ruido de esa sobrecodificación.

BK: Creo que precisamente en el contexto de la «Historia de África»[7] existe el peligro de que en nombre de una crítica del eurocentrismo se alimente el mito de la autenticidad y la autarquía africana (precolonial). No se trata de la(s) historia(s), del recuerdo y el olvido de los acontecimientos de alguien, sino del acontecimiento de la colonización, esto es, de un acontecimiento fundador, cuya idée fixe [idea fija] se inscribe una y otra vez en el régimen del saber de un etnocentrismo petrificado. Por ejemplo, Nara, el protagonista de la novela de V. Y. Mudimbe L'Écart[8] (París, 1979), que después de estudiar en Europa quiere escribir la «verdadera historia de África» y refutar las mentiras de Toubab –entre otras la de una «África virginal», carente de archivo, que encuentra su reconocimiento en los saberes occidentales y les ofrece, dice, un terreno de librecambio–, Nara descubre que el dominio del saber al que le han acostumbrado las normas de la ciencia occidental le ha conferido el derecho de exigir algo distinto de los bellos ornamentos sobre las civilizaciones que supuestamente se basan en la tradición oral. En este sentido, pienso que tampoco sería muy aconsejable precipitarse y disponer un testimonio como aquel del que partimos como si fuera «otra» forma de saber y de memoria, diferente del archivo y del «documento» (que a su vez puede ser un testimonio) –y por ende de la historiografía–, esto es, disponerlo demasiado deprisa «como un desafío específico», tan poco aconsejable como sería disponerlo como si fuera una forma más.

Antes de responder a tus consideraciones, me gustaría continuar primero con la cuestión del establecimiento de las fuentes: lo que tú abordas como punto de intersección entre testimonio y documento, de Certeau lo contempla, por ejemplo, como una operación espacial. La historia, a juicio de Certeau, abriría el espacio propio del presente. Señalar un pasado significaría asignar un lugar a los muertos, pero también remodelar el espacio de lo posible[9]. Así que quiero partir en primer lugar del presupuesto conforme al cual toda huella, todo indicio, todo testimonio, todo artefacto puede convertirse en principio en un documento. No me parece que el testimonio escuchado en nuestro caso tenga nada que ver con que su admisión en el archivo histórico esté prohibida o sea inmerecida, a diferencia, por ejemplo, de la carta recibida y leída de un oficial expedicionario alemán, del mismo modo que, en lo sucesivo, tampoco se opone al deseo de admitir que la vida de ese muerto encuentre su sitio en el espacio de la historia alemana / europea (colonial).

Respecto a esa operación, me gustaría poner de manifiesto no tanto la contraposición entre la oralidad (aparentemente no mediatizada) y el texto escrito, como la que se determina entre el texto que se dirige a alguien y el texto que tiene un destinatario cualquiera. Un punto decisivo en lo que atañe a la transmisión de testimonios que dirigen a alguien su declaración narrativa se pone de relieve en el hecho de que de esta suerte los documentos pueden ser consultados por cualquiera para cualquier investigación. En una nota al pie de página, Ricoeur hace referencia a una definición del archivo, que se remite a una ley estatal y que a mi juicio atañe a un conjunto que se ofrece como arbitrariedad de manera particularmente clara: el archivo abarca, según reza una ley francesa de 1979, la totalidad de los documentos –con independencia de su fecha, su forma y su composición– que han sido producidos o conservados por cualquier persona física o moral, por cualquier servicio u organización pública o privada en el ejercicio de sus actividades[10]. El espacio en cuyo seno algo se constituye como documento no es en cuanto tal ni arbitrario ni neutral, tampoco ahistórico o carente de memoria. Convertirme en tanto que oyente en destinataria de ese testimonio no fue algo que Moise Merlin Mabouna «aportara» en absoluto como oyente, esto es, algo que en cierto modo él me comunicara o que «compartiera conmigo», sino algo cuya certificación a través de la cadena de transmisiones, que se remite hasta los testigos oculares, le constituyó como testigo –todo esto parece plantear en efecto una cuestión acerca de la dimensión espacial de su resonancia: el testimonio no da fe de la memoria de una familia, tampoco de la de una región o de la de las naciones. Y sin embargo tampoco atestigua de sus respectivos otros, sino de un muerto que ha conseguido abrirse paso furtivamente a través de esos espacios.

El otro aspecto que me interesa a este respecto es que, de esta suerte, los documentos sólo comienzan a hablar cuando una los acoge con una pregunta o tal vez con una hipótesis. El documento no viene dado, ha de buscarse, encontrarse, elaborarse, consultarse, constituirse e instituirse –a través de y en la diferencia resultante se origina el «archivo» (también como un lugar de lo no dicho o de lo demasiado dicho). En cambio, un testimonio debe ser oído. Es comunicación concebida en su diferencia respecto a la autorreferencialidad consumada de uno respecto a otro. La inclusión de un o una oyente en la narración de un o una testigo (la mayoría de las y los oyentes se tornan en su auditorio, concebido más o menos como un sentido compartido), en la que en cierto modo el «qué» repite un acontecimiento pasado, puede al mismo tiempo resultar también un fracaso. Precisamente la contingencia y la singularidad del acontecimiento referido consisten posiblemente en que no sólo el o la testigo, sino también su auditorio se tornan por ello susceptibles de error o de la incapacidad de asistir a un acontecimiento «verdadero». Me parece que Ricoeur aborda algo parecido cuando, hablando de la «sécurité langagière d'une société»[11] evoca la «soledad de los testigos históricos»: «Il est des témoins qui ne rencontrent jamais l'audience capable de les écouter et de les entendre»[12]. Me remito a Ricoeur porque éste, por un lado, partiendo de la aporía de la presencia de un ausente en la memoria continúa con la aporía de la representación histórica y, por otro lado, insiste en la dicha del reconocimiento (la «reconnaissance» de la «pequeña maravilla de la memoria» o de la «memoria dichosa»), que permitiría a un testigo autentificar la circunstancia de un acontecimiento. De esta suerte, él se pronuncia no sólo contra una especie de sociologización de la historiografía, que a cuenta de la utilización ontológica del o de la testigo podía resultar engañosa. Tal vez pueda pensarse en este sentido el riesgo de la presencia de voces acerca de un acontecimiento pasado como algo que se despliega entre tres posiciones, en primer el texto / la narración / la retórica / la imaginación, en segundo lugar la enunciación de un hecho; y en tercer lugar el ponente, esto es, el o la historiadora o precisamente el o la testigo, que asiste a su propio testimonio delante de otro.

SN: El discurso de Ricoeur acerca de la «soledad del testigo histórico» recuerda mucho al verso de Paul Celan, «Niemand zeugt für die Zeugen»[13], que entre otros ha dado pie a debates acerca de los testimonios «secundarios», «terciarios», etc[14]. En este sentido, mi última pregunta también tiene menos por objeto una autenticidad del testimonio o un carácter no mediato de la oralidad –aunque me parece importante, no obstante, rechazar las correspondientes asociaciones que no tardan en presentarse–, que precisamente la socialidad específica y de esta suerte la «mediatización» específica en la que está inscrita la estructura del testimonio: desde el punto de vista de la manifestación de un testimonio y por ende de la respuesta [das Ansprechen] de un oyente interlocutor, cuya presencia permanece incierta. Me parece que el significado de dirigir la palabra, tal y como tú lo abordas, va en la misma dirección (o en todo caso en una dirección parecida).

Sin embargo, llegado este punto me gustaría volver sobre la posición del «j'y étais», que tú has abordado. Si se analiza esa frase atendiendo precisamente a su carácter enunciativo –esto es, en tanto que acto de una deposición que deja sus huellas en la frase que ese acto de deposición profiere– se presenta casi saturado de marcas subjetivo-contextuales: ninguno de sus elementos puede ser fijado desde el punto de vista lexical, ninguno puede ser reducido a un significado general; la frase concatena más bien una instancia de expresión singular («yo») con un lugar específico («allí») y una temporalidad específica («estaba»). Es como si para el o la oyente de una frase así se planteara –en tanto que testigo secundario– la tarea de una traducción, que no sólo se ocupe del valor de verdad, sino también del «valor expresivo», con la «presencia» y la inscripción específicas de un o una oradora en su deposición o –tal y como ha insistido Gayatri Spivak– con la «retoricidad de lo original»[15]. Con esto no quiero decir que ya no tenga sentido plantear la cuestión de la «verdad», pero plantearla exigiría procedimientos específicos que tengan en cuenta lo singular y lo idiomático, así como lo contextual de una deposición y sean conscientes además de que a determinados idiomas y contextos les fue y les será negada la capacidad de producción de verdad. Tal vez se plantee aquí, en palabras de Walter Benjamin, la tarea de una traducción cuyo criterio no resida en la reproducción de lo «original», sino más bien en su «subsistencia»[16]. Una traducción de la que al mismo tiempo y de una u otra manera habrá siempre que decir lo que Derrida dijo acerca del poema de Paul Celan que he citado más arriba («Gloria de cenizas»)[17]: «Cet idiome est intraduisible, au fond, même si nous le traduisons»[18]. En todo caso, esto sólo parece posible bajo la condición de un posicionamiento claro de la instancia misma de la traducción –y esa misma necesidad del posicionamiento os concierne en este caso concreto tanto a Moise Merlin Mabouna como a ti misma. ¿Cómo abordarías el estatuto del «j'y étais» y sus posibilidades de traducción?

BK: Sobre la primera parte de tu pregunta: ¡Sí! –Siguiendo tu perspectiva, en modo alguno quería insinuar una afirmación de la autenticidad o del carácter no mediato, sino ante todo, una vez más, tratar sencillamente de que las ideas se aireen un poco. En cierto modo, mi problema con tu pregunta es que la cuestión me exige meterme demasiado pronto en discursos abstractos, en la simultaneidad del rechazo y la conciencia de un universal despersonalizado / desidentificado –¿una dimension de vocalización más allá de la epistemología de lo auténtico y lo falso, etc.?– ¿No se construye ya en una afirmación tan abstracta, por así decirlo, toda una arquitectura de la respuesta a la alteridad?

De hecho, yo quería incluso hacer un poco de epistemología, sin que por ello tenga que –y aunque así fuera– tal vez sin clarificar su base (o creer que se puede clarificar, o pretender haberla clarificado), y a pesar de todo sin renunciar a la porfía de lo posible en el espacio-tiempo de las historias encarnadas... –y aquí es donde las paso verdaderamente canutas con lo palpable, lo corpóreo, con el no-saber-acerca-del-aquí-y-ahora-y-sin-embargo-creer-que-una-está-en-ello... En este sentido, pensé que podría operar en ese terreno y que podía minimizar la oposición construida entre «témoignage» y «document» (aunque lo cierto es que en francés los conceptos son mucho más cercanos en lo que atañe a su uso lingüístico) y en cierto modo traté de hacer sitio a una paradoja epistemológica, a partir de la cual podría tener lugar aquí la entrada en acción, la potencialidad de irrupción en un orden establecido del saber, que además asigna mi lugar en la escritura, mediante la declaración de un testigo en el texto –en tanto que «dicha» (y resulta interesante que precisamente sólo entonces yo «olvido» a Moise Merlin Mabouna, esto es, mi relación con Moise en tanto que relación con la cosa tratada, es decir, no queriendo manejarla, no tomando notas y a veces incluso dejando de escuchar y luego, con posterioridad, volviéndola a inscribir con mi última respuesta a tu pregunta  –esta modalidad me parece sintomática) o en tanto que espacio en blanco que en su capacidad misma de señalamiento se articula/escribe como una banalidad o como sin sentido (después de esto me viene el bajón).

Creo que hay que señalar un aspecto tan central como extraordinariamente sensible: no es un asunto sencillo el de «valor de las fuentes» de un testimonio (si puedo, por así decirlo, hacerme en un instante una «traducción inversa» de lo que tú abordas como su «valor de verdad», me gustaría buscar a tientas esa determinación de un lugar de la «verdad» / de la «promesa»...). Si se emprende esa reducción, ¡se debilita precisamente lo que constituye su potencialidad de irrupción en la epistemología! Me gustaría meditar sobre la «subsistencia» o sobre lo que tú evocas como «valor expresivo» o «presencia específica», mientras planteo la cuestión acerca de cuál puede ser la modalidad temporal del ahora inmediato: con las denominaciones diferenciadoras de «y» –allí (y no «aquí»)– y «étais» –estuve (y no «estoy»)– la retórica del testimonio marca verosímilmente una pretensión de evidencia inmediata en tanto que cuerpo-yo en la percepción a través de (o de su) otro: ante los cuales, si yo estoy aquí, estaba allí... –Ahora bien, ¿cuándo es aquello a partir de lo cual luego la certificación de esa evidencia puede tratar de hacer referencia a ese otro en un discurso traductor o en una nueva escritura movida por el deseo del oyente, en el sentido de la utilización del medio? En la tradición de la «Historia» que se ocupa el pasado, por regla general el campo del presente adjudicará la política mientras que el futuro es abandonado a los dioses. De tal suerte que podría decirse que la idea de la inmediatez, que interconecta lo pasado, lo presente y lo futuro, queda completamente oculta por esa división del trabajo. La temporalidad del ahora inmediato es en la epistemología histórica un punto tan mínimo, tan fugitivo, que transcurre como algo que nunca puede atraparse al vuelo y que siempre se esfuma tan pronto como aparece. Podría pensarse su presencia, con Agustín de Hipona, («Si nadie me lo pregunta, sé lo que es, pero cuando tengo que explicárselo a alguien que me pregunta, no sé lo que es»)[19] como eternidad o como olvido... –o, siendo más cautos, ante todo como el momento en el que los tres elementos de la temporalidad quedan en efecto recogidos, pero implosionan: el recuerdo de las cosas pasadas (presencia del pasado), el mirar, el observar, el preguntar (presencia del presente en la praxis), la anticipación y/o la espera [(Er-)Warten] (presencia del futuro). Allí donde todo esto es al mismo tiempo, estaríamos ante una modalidad temporal más allá de las continuidades y de las secuencias bien ordenadas y reguladas entre pasado, presente y futuro. Cuando esto es, se retira del tiempo –o se enmaraña: ¿podría ser calificado acaso como lo que no era el futuro y lo que no será pasado? Por el contrario, los elementos de lo temporal, que podrían verse desencadenados en tanto que ese inmediato –y parto de este presupuesto– son, por ejemplo, para Moise Merlin Mabouna y para mí cabalmente diferentes. No compartimos los mismos recuerdos y clasificaciones que nos sitúan en el presente haciendo referencia al pasado; atravesando un espacio vemos cosas diferentes y tampoco esperamos necesariamente lo que la/el otra/o espera. Y sin embargo –me atrevería a preguntar–, ¿hubo / hay / habrá algún momento comparable con el «j'y étais» en el que nuestros elementos del tiempo se encuentren entre sí?

Creo que mi deseo consiste en reconstruir, a partir de tales elementos de la temporalidad, asociados a nosotros y siempre diferentes y múltiples, ese algo en tanto que potencial: ¿cabe pensar que –tal vez, sin embargo, como algo distinto de una especie de estrategia del discurso franco «traductor» (y por ende y en cierto modo «actualizador»), que me parece que entra en juego en tus consideraciones y de la cual tal vez no termina de librarse lo que tú abordas como «conciencia calculadora»– la tentativa de repetición del valor testimonial, nunca recogido, en la medida en que éste subsiste de manera diferenciada en el espacio y en el tiempo, hiciera que el «j'y étais» aconteciera como aquello que tal vez resulta demasiado conocido pero sin embargo se sustrae permanentemente? Cabe pensar que del lugar de la huella resulte lo que Ricoeur plantea a través de lo que él llama el campo escindido de la hermeneútica, en el que él sitúa la tendencia de una hermenéutica de la sospecha junto a una hermenéutica de la confianza, que él caracteriza, tal vez de manera no casual, por la escucha. En una carta desde Taizé, escrita en el año 2000, hace referencia a esa distinción en una meditación sobre la liturgia. Describe la liturgia –«la ley de la oración»– como un procedimiento mediante el cual la «protestation» [protesta] se torna en «attestation» (certificación / atestiguamiento –donde ambos conceptos contienen la palabra latina testis, testigo, tal y como subraya Ricoeur), en un «sí porque sí», como él decía, que sigue el camino de la «foi» [fe].

Precisamente cuando trabajamos con un medio de almacenamiento que permite la ilustración, que debe buena parte de su poder de atracción al fantasma de la superación del abismo entre el tiempo real de un acontecimiento y su huella indiciaria en tanto que y/o en el documento, y que tiene que ver con una historia del deseo de algo así como un espectáculo de lo real, intentamos forzar su momento de tensión narrativa, que por regla general despliega una distancia temporal entre lo narrativo ahora y lo narrativo en el pasado. Otro tanto sucede con el montaje y por ende con los momentos repentinos de unión aleatoria pero evidente, que desaparece antes de ser vista... –Puesto que partimos no sólo de un no continuum entre el público y la «realidad», sino también de un no continuum entre nuestros respectivos elementos de la temporalidad en tanto que autores/as / narradores/as / cineastas e intentamos contar con algo así como una «agencia mediática» que haga que acontezca lo que es entre cosas, personas y signos. Tal vez de esta suerte pueda lograrse también, en cierto modo y con ayuda de una idea de «autoría» plural, la utilización de la sobredeterminación de la capacidad de puesta en perspectiva que presenta un medio como el vídeo: al objeto de que en efecto esté en juego no sólo el relato, que tiene por objeto la verdad de unos hechos, sino la verdad de la narrativa misma –al objeto, pues, de relatar los hechos elementales–, de múltiples maneras en los intersticios espacio temporales, y al objeto asimismo de que la sincronicidad y la diacronía, en la medida en que no se contraponen absolutamente una a otra, puedan ser conservadas.

No me parece en absoluto irrelevante, a estas alturas, poner de manifiesto que nosotros no consideramos ni perseguimos la posibilidad de una «memoria colectiva» del colonialismo entre «Europa» y «África» (y que intentamos además, siguiendo las voces de los testigos que irrumpieron desde Balamba[20], atravesar las respectivas «memorias colectivas», representadas, por ejemplo, por el Archivo nacional). Éste es un aspecto que  me lleva a hacer una última referencia a lo que Homi Bhabba llama el «no sentido colonial» y con cuya potencialidad ha de contar asimismo como algo completamente central una pro-mesa [Ver-sprechen] para con un testimonio y que, a mi modo de ver, en nuestro caso no puede ser más que «idiomática». Bhabha habla de la traducción y la textualización interminables como verdad de las culturas de los «indigènes», que son incorporados como parte intraducible –como «chifladuras», según sus propias palabras– y al mismo tiempo de modo ambivalente en los archivos coloniales, subsistiendo en las expresiones institucionalizadas de la «forma discursiva de la paranoia», que «encuentran su origen en la exigencia de imitación e identificación inscritas en la estructura de la cultura. Esa especie de delirio es la supervivencia arcaica del «texto» de la cultura, esto es, la exigencia y el afán de su traducción»[21]. Sirviéndose del ejemplo de lo que le sucede a Adela en las cuevas de Marabar en A Passage to India de E. M. Forster, («la llamada de la India al conquistador [...]: [...] ¡Ven!... ¿Pero para encontrar a quién y qué? India nunca lo ha explicado. No era ninguna promesa –era lisa y llanamente una llamada»[22]), él describe la diferencia cultural como «una obliteración, preñada de graves consecuencias, por más que momentánea, del objeto cultural discernible en el confuso artefacto de su significado, en el margen más extremo de la experiencia»[23], y su apertura articulada entre recuerdo y afán colonial –como no-sentido colonial, como el sonido de un siniestro eco que nos es descrito: «O-u-bo-um».




[1] «El verdadero historiador debe poseer algunas cualidades, y la primera de ellas es la probidad» (N. del T.).

[2] Marc Bloch, Apologie der Geschichtswissenschaft oder der Beruf des Historikers, Stuttgart, 1980/2000, p. 114 [ed. cast.: Historia e historiadores, Madrid, Akal, 2006].

[3] Ibid.

[4] Georg Wilhem Friedrich Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, (Werke, tomo 12), Francfort, 1986 [ed. cast., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Madrid, Alianza, 2005].

[5] «El drama de África es que el hombre africano no ha entrado suficientemente en la historia» (N. del T.).

[6] «Yo estaba allí» (N. del T.).

[7] Véase a este respecto, por ejemplo, la Histoire générale de l'Afrique, que con sus 8 volúmenes constituye una obra monumental, editada por la UNESCO, cuyo primer volumen, Méthodologie et préhistoire africaine, está dedicado exclusivamente a las fuentes y los materiales utilizados para la construcción de la historia de África. Este volumen apareció en 1980 en lengua francesa, en 1981 en inglés y japonés, en 1982 en árabe, portugués y español, en 1984 en chino y en 1987 en italiano [ed. cast.: Historia general de África, Madrid, Tecnos].

[8] «Écart» significa más o menos «intervalo», «desviación», «margen», «demora», «escapada».

[9] Michel de Certeau, L'écriture de l'histoire, París, 1975, p. 26 [ed. cast.: La escritura de la historia, México DF, Universidad Iberoamericana, 2006].

[10] Paul Ricoeur, La mémoire, l'histoire, l'oubli, París, 2000, p. 212.

[11] «La seguridad de una sociedad con el lenguaje» (N. del T).

[12] «Hay testigos que nunca encuentran al auditorio capaz de escucharles y entenderles» (N. del T.).

[13] «Nadie da fe de los testigos» (N. del T.).

[14] Véase, por ejemplo, el volumen de Ulrich Baer (ed.), “Niemand zeugt für den Zeugen” Erinnerungskultur nach der Shoah, Francfort, 2000.

[15] Véase Gayatri Spivak, «Die Politik der Übersetzung», A. Haverkamp (ed.), Die Sprache der Anderen, Francfort, 1997, pp. 65-93. 

[16] Véase Walter Benjamin, «Die Aufgabe des Übersetzers», Gesammelte Schriften, tomo IV.1, Francfort, pp. 9-21, en particular la p. 12 [ed. cast.: «La tarea del traductor» Ensayos escogidos, Editorial Sur, Buenos Aires, 1967, reeditado por Ediciones Coyoacán, México, 2006 ].

[17] «Aschenglorie», Paul Celan, Gesammelte Werke, tomo segundo, Francfort, 1986, p. 72 [ed. cast.: Obras completas, Madrid, Trotta, 1999].

[18] «Ese idioma es intraducible, en el fondo, por más que lo traduzcamos». Jacques Derrida, Poétique et politique du témoignage, París, 2005, p. 12 [ed. cast.: «Política y poética del testimonio», Revista de filosofía, México, Universidad Iberoamericana, Vol. 37, núm. 113, 2005, pp. 11-50].

[19] Agustín de Hipona, Confesiones, Madrid, Akal, 2003.

[20] Lugar del testimonio de los testigos oculares de los acontecimientos en Camerún.

[21] Homi K. Bhabha, Die Verortung der Kultur, Tübingen, 2000, p. 205 [ed. cast: El lugar de la cultura, Manantial, Buenos Aires, 2002].

[22] Ibid., p. 184.

[23] Ibid., p. 186.