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03 2009

«Arbeit sans phrase»

Devin Fore

Traducción de Marcelo Expósito

La novela productivista de Ilya Ehrenburg sobre el automóvil moderno, 10 L. S. (L. S., siglas que en castellano significan: 10 caballos de fuerza), escrita en 1929, comienza su relato en Francia mucho antes de que el automóvil mismo fuese inventado: en el octavo año republicano, 1799 según el viejo calendario. Ehrenburg traza una genealogía del automóvil que se remonta a la Revolución Francesa; para ser más precisos, comienza en la estela de la Revolución Francesa, la cual, en el momento en que empieza la novela, ha atravesado ya las fases del Terror y de la Reacción termidoriana. En 1799, año en que se inventó el motor de combustión interna, tuvo lugar también el golpe de Estado de Napoleón Bonaparte, la conclusión definitiva de la revolución. En la escena inicial, el lector encuentra al protagonista de Ehrenburg, el ingeniero Philippe Lebon, retirado de la vida pública en su sala de trabajo. Cansado de la interminable agitación revolucionaria, Lebon se instala en su estudio, de manera que puede entregarse de lleno a trabajar en su última invención, el motor de gasolina. La revolución política ya no le interesa porque, fiel a su duplicidad etimológica, la «revolución» ha dejado de avanzar y ahora ya simplemente gira en círculos sin moverse del sitio. Prefiere la soledad de su estudio. Allí, en una habitación iluminada por una vela vacilante, Lebon trabaja entre sombras y siluetas, desconectado de las convulsiones políticas del mundo exterior. Aislado en un espacio interior que recuerda el orden alegórico de la caverna de Platón, Lebon ha abandonado el mundo experiencial para recluirse en el ámbito de la representación, de las imágenes y del pensamiento. Aquí, el tado Lebon, un utopista tecnológico de la estirpe del socialista Charles Fourier, creará el motor de combustión como un sustitutivo de las transformaciones políticas que años antes había prometido la revolución. Cuando Lebon muestra sus esquemas del motor a un amigo jacobino, este los estudia y pregunta: «¿Y qué hay de la revolución?» A lo que Lebon res ponde: «Ha sido precisamente la revolución la que me inculcó esa pasión por el bienestar universal, la que me llenó de esta nueva inquietud. ¡En estos dibujos está el espíritu de la revolución!»[1] El automóvil —ese símbolo de la modernidad, la velocidad, la movilidad y la independencia— nació, según sugiere Ehrenburg, de una pulsión revolucionaria desplazada.

La migración desde lo político hacia lo tecnológico establece la problemática central de la novela productivista de Ehrenburg, siendo la novela productivista un género conocido por narrativizar las múltiples relaciones entre la modernidad industrial y la política revolucionaria. En el curso de la novela, cuya trayectoria recorre desde Robespierre hasta la moderna industria del automóvil, Ehrenburg desarrolla toda la ambivalencia de esta proposición: la imbricación del discurso político con la materia de la producción técnica. Después de 1799, el libro da un salto adelante hasta el fin de siglo; después hasta Henry Ford y André Citroën, en cuyas plantas industriales el lector se encuentra con la absoluta inversión de la utopía tecnológica de Lebon. En 1931, la cadena de montaje era ya un escenario pseudo-ritual en la novela productivista, y la escena de la novela de Ehrenburg que ahí se desarrolla muestra una apoteosis del trabajo alienado que nos resulta familiar: apretadas entre ordenadas falanges y reducidas a apéndices de las máquinas fabriles, columnas de trabajadores repiten una y otra vez el mismo gesto minimalista de atornillar o empernar sin participar en la concepción ni en la experiencia del producto final, que es el resultado de la totalidad de su trabajo:

Largas hileras de obreros. Unos aprietan tuercas, otros aprietan tornillos, los terceros cuentan guardabarros, los cuartos pintan afilados alerones, los quintos estampan los sellos en los ejes. Un hombre levanta el brazo y seguidamente lo baja. Cuenta con exactamente cuarenta segundos para fijar ese pasador. La máquina tiene prisa. No hay nada de lo que hablar con ella.[2]

En esta descripción bastante estereotipada del trabajo en la fábrica destaca la frase final: con la máquina no hay nada de lo que hablar. En efecto, la ausencia de diálogo y el mutismo de los trabajadores es uno de los aspectos más llamativos del retrato que Ehrenburg ofrece de la planta de Citroën. Una y otra vez Ehrenburg contrasta el rugir de las máquinas con el silencio de los trabajadores, quienes escuchan de manera coordinada las voces de los instrumentos, cada uno de los cuales habla con su propia voz.[3] Ehrenburg explica que la mudez de los trabajadores no es simplemente el resultado del estruendo ensordecedor de la fábrica, ya que permanecen en silencio incluso cuando ya han dejado el puesto de trabajo. Tampoco en su hogar tienen nada que decir. «No conversan entre sí. Poco a poco se les van olvidando las palabras, palabras tiernas y mullidas como la lana de las ovejas o los cascotes de tierra de un campo recién arado.»[4] Este mutismo prolifera hasta abarcar todos los aspectos de sus vidas. Con el siguiente resultado: «Pareciera que [el trabajador] se ha olvidado del habla.»[5]

Tras esta conversión de la revolución política en producción tecnológica —el arco histórico que, siguiendo a Lebon, comprende desde Danton hasta Citroën— Ehrenburg percibe una transformación existencial cualitativa: el enmudecimiento de la conciencia humana a escala masiva. El desplazamiento desde la política hacia la producción conlleva el olvido del habla y el entorpecimiento de la capacidad de comunicar. En este punto, Ehrenburg perfila un territorio que más tarde sería explorado por Hannah Arendt en su estudio de la modernización y la alienación publicado en 1958 con el título La condición humana. En este libro, Arendt explica que la llegada de los regímenes modernos de producción automática y de la sociedad de consumo de masas cambió irreversiblemente los parámetros de la existencia social, sustituyendo la categoría política de «acción» por la categoría tecnológica de «producir». Surgidas en la antigua polis griega, las esferas de la acción política y de lo público estaban originalmente basadas en el habla, el pensamiento simbólico, la sociabilidad y la intersubjetividad: en las condiciones de pluralidad humanas, podríamos decir en términos generales. Se trata del dominio del hombre como sujeto constituido en el habla y el discurso, del hombre como animal rationale. Pero con el incremento de la automatización de la producción y la masificación de la existencia, escribe Arendt, el trabajo del cuerpo viene a eclipsar la acción discursiva. La contracción de la esfera pública política está transformando al ser humano en una criatura determinada exclusivamente por ciclos metabólicos, naturales. El ser humano se ve reducido a sus componentes puramente animales. Como resultado, lo biológico y lo tecnológico van desplazando progresivamente a lo político. Del mismo modo que la mecanización ha convertido al caballo en la pura noción abstracta que denominamos de manera curiosa —y casi nostálgica— «caballo de fuerza», así también reduce a los seres humanos a esas capacidades primitivas del organismo que pueden ser extraídas y calculadas de acuerdo con un sistema de intercambio universal y de valor relativo. Al fin y al cabo, ¿qué es un «caballo de fuerza»? ¿Y qué tiene que ver con los caballos? Ehrenburg hace referencia a esta operación de abstracción del valor en el mismo título de su libro: 10 caballos de fuerza. La producción técnica extrae del humano solo lo que puede calcular y poner en circulación, dejando tras de sí un mudo resto animal, pura escoria biológica. Arendt presagia que el hombre, que una vez fue una criatura política y pública, se encuentra así «al borde de convertirse en una especie animal».[6]

Según explica Arendt, resulta sintomática de esta aniquilación de la acción político-discursiva y de la animalización del trabajador la pérdida de la capacidad de hablar que se da junto con la disminución de la existencia social. En este punto, resuena en su análisis la descripción del trabajo mudo de la novela de Ehrenburg. Comentando el libro de Arendt, el sociólogo Oskar Negt confirma que los métodos modernos de división y capitalización han convertido a los seres humanos en «seres vivos aislados que operan en el interior de mónadas —por así decir— sin ventanas con sus herramientas, equipos e instrumentos, sin necesitar que otros humanos hagan uso de estos».[7] Agravando la distancia que produce la primera división del trabajo, la doble estrategia del capital, expropiación más acumulación, crea intervalos cada vez más amplios entre los sujetos humanos. La racionalización de la producción reduce la esfera de lo político y del discurso público al mismo tiempo que transforma el trabajo en lo que Marx llamó «Arbeit sans phrase», una expresión que se ha traducido como «puro y simple trabajo», pero que literalmente significa «trabajo sin frase», es decir no orquestado; como Negt sugiere, «un monólogo enmudecido y no comunicable».[8]

Tal y como Negt ha explicado en una de sus colaboraciones con Alexander Kluge, los procesos de división sobre los que se sostiene la acumulación primitiva constituyen también, paradójicamente, el origen ontogénico de la inteligencia humana. En otras palabras, el pensamiento abstracto y la alienación social son dos aspectos de un mismo proceso de distanciamiento psicológico. Escriben: «La facultad de inteligencia presupone algo muy simple en apariencia: la capacidad de sacrificio [Hingabefähigkeit]. Para obtener algo, debo dar algo; para tener algo, debo dejar algo para el otro: en otras palabras, debo haber desarrollado la capacidad de no poseer algo en su totalidad. Para adquirir esta capacidad, mi experiencia me debe haber enseñado que puedo desprenderme de algo.»[9] Para poder teorizar, explican Negt y Kluge, literalmente es preciso cortar una parte de sí. La iniciación de este intervalo, de esta distancia —no solo entre quien produce y el objeto de su trabajo, sino también entre quien produce y él mismo—, inaugura una transformación permanente de la economía afectiva del organismo humano. Nos volvemos extraños para los demás y también para nosotros mismos. Al final, es esta actividad básica de división y de disociación conceptual lo que origina la acción centrífuga altamente compleja de la modernización, que alcanza niveles cada vez más altos de abstracción y cálculo al mismo tiempo que animaliza al sujeto como un organismo biológico.

Por supuesto, el objetivo de los proyectos políticos progresistas no puede ser la abolición de la división del trabajo para volver al modo de existencia primitivo que precedió a la iniciación del intervalo entre quien produce y el objeto de su trabajo. Antes bien, el reto político consiste en volver a empirizar la percepción de los objetos y de las relaciones humanas que se constituyen en este proceso de división y que a partir de ahora se sitúan a distancia del sujeto. El problema estriba en que estos fenómenos ya no pueden ser aprehendidos de manera inmediata por el sistema sensorial humano. De manera que se han de desarrollar métodos que cubran las distancias que en el tiempo y en el espacio han surgido con la división del trabajo: debemos aprender a reconocer esos productos de nuestro trabajo como piezas objetivadas de nosotros mismos que hacen posible la relación social con otros, a quienes hemos confiado estos objetos- parte. Abstraídas y ocultadas por el capitalismo, estas relaciones distanciadas deben volver a hacerse sensoriales e inmediatas. Negt y Kluge escriben: «Mientras que los sentidos para la proximidad [Nähesinnen] trabajan bien, aún no hemos cultivado los sentidos para la distancia [Fernsinnen]. Estos últimos, sobre todo, no constituyen una sociedad. Este es el problema político del presente, que supone una distorsión de la relación esencial con la historia.»[10]

He ahí la problemática que motivó el trabajo del cineasta ruso Dziga Vértov, en quien me gustaría centrar el resto de esta charla. En efecto, la práctica cinematográfica de Vértov se puede entender como un esfuerzo por articular y desarrollar sentidos humanos que pongan en conexión a la gente con los objetos, tanto a través del tiempo histórico como del espacio geográfico. Voy a sugerir también que este proyecto de cultivar nuevos medios para salvar las distancias —para elaborar Fernsinnen— conllevaba una forma bastante novedosa de pensar en los medios como canales de comunicación. No es sorprendente que, en el centro del trabajo de Vértov, exista una teoría de los medios que opera para conectar a los individuos aislados, dado que los medios existen, por supuesto, para permitir la comunicación a distancia, para permitir el diálogo entre personas que no se encuentran físicamente las unas en presencia de las otras. En última instancia, el proyecto de Vértov compartía con el arte productivista de los años veinte una concepción de los medios de comunicación que era bastante diferente de la que se tenía en Europa occidental. La manera en que volvió a conceptualizarlos desde un punto de vista materialista comprendía toda una variedad de objetos —no solo el cine, sino también la fotografía y la radio— como dispositivos que potencialmente podían constituir relaciones humanas y una sociedad a distancia. Utilizar el cine para salvar las distancias entre los trabajadores: así es precisamente como Vértov definió su cine-ojo. Según explicó, «la base de nuestro programa no es producir filmes para entretener ni para lucrarnos (eso lo dejamos al drama artístico), sino un filme-vínculo entre los pueblos de la Unión Soviética y del mundo entero que tenga como base la descodificación comunista de lo realmente existente»[11]

Queremos utilizar todas las vías de acceso a la persona, principalmente los cinco sentidos, para dar a los trabajadores una conciencia clara de los fenómenos que les afectan y les rodean. Queremos dar a cada trabajador, con su arado y su mesa de taller, la posibilidad de ver a todos sus hermanos que trabajan al mismo tiempo que él en los distintos puntos del mundo, y de ver igualmente a sus enemigos, los explotadores.[12]

Puede que la distancia y la separación que resultan de los procesos de acumulación sean ineluctables, pero, de acuerdo con Vértov, no son insuperables. En este aspecto del programa del cine-ojo resuena la definición de Lenin de la sociedad comunista como una comunidad de conciencia y afecto que se extiende mucho más allá del ámbito inmediato de, pongamos por caso, unidades sociales como la familia nuclear o divisiones biológicas como el tiempo de vida del individuo. Lenin, en efecto, entendía el comunismo en términos notablemente semejantes a los de Vértov: en su panfleto de 1919 Una gran iniciativa, Lenin argüía que era necesario desarrollar sentidos orientados hacia los objetos que están física y temporalmente más allá del alcance perceptivo del sujeto: «El comunismo comienza cuando los obreros sencillos sienten una preocupación [...] por salvaguardar cada pud de grano, de carbón, de hierro y demás productos que no sean destinados directamente a los que trabajan ni a sus “allegados”, sino a personas “ajenas”, es decir, a toda la sociedad en conjunto.»[13] Al cultivar los sentidos que operan más allá de los intervalos de espacio y tiempo —lo que Negt y Kluge llaman Fernsinnen—, los filmes de Vértov trabajan para crear los fundamentos de una experiencia corporizada de la colectividad que abarca, como escribió Lenin, a quienes son “ajenos” (que están alejados). Este proyecto de volver a empirizar la comunicación trayendo a primer plano el potencial dialógico de los objetos cotidianos conectaría el trabajo de Vértov con toda una serie de proyectos productivistas con medios de comunicación realizados en los años veinte.

Pero basta de palabras y de tesis. Observemos un fragmento del primer filme sonoro de Vértov fechado en 1931, titulado Entusiasmo (Sinfonía del Donbas).[14] Este fragmento consiste, en su brevedad, en una peripateia del filme: las máquinas paradas; una voz anuncia que las reservas de carbón se han agotado; la palabra ucraniana proriv centellea en la pantalla, anunciando la insuficiencia de la producción; y, como resultado de esta escasez, veremos en la secuencia siguiente cómo los trabajadores del plan de choque inundan la región para restaurar la producción carbonífera. Como sucede con todos los filmes de Vértov, la trama y el mensaje de Entusiasmo puede resumirse en unas pocas palabras, lo que no debe sorprendernos, dado que Vértov, que no es un narrador, renunció por completo a utilizar guión en sus películas. La significación del filme reside más bien en su construcción formal innovadora. Quienes vean el filme por vez primera se sentirán quizá sorprendidos por el contrapunto sumamente experimental que establece entre el sonido y la imagen, completamente antitético al uso imperante del sonido sincrónico a finales de los años veinte, destinado por lo general a apuntalar la fuerza narrativa de la película. También sorprenden los ásperos y, en una primera escucha, discordantes sonidos industriales, que Vértov había grabado directamente en la región ucraniana del Donbas en 1930. Aclamado hoy como uno de los primeros ejemplos de música concreta, Entusiasmo fue duramente criticado en el momento de su presentación en 1931, tanto por su radical estructura de montaje —que el público encontró incomprensible y hermética— como por su banda sonora industrial —que los oyentes aturdidos rechazaban por considerarla puro ruido—.[15]

Al igual que la novela productivista 10 L. S., que apareció dos años antes que Entusiasmo, los filmes de Vértov enfocan la relación entre producción, sonido y lenguaje. En efecto, la secuencia que acabamos de ver parece ser casi una ilustración directa del pasaje de 10 L. S. en la fábrica Citroën, en el que los trabajadores son insensibilizados y privados del lenguaje por las máquinas de la cadena de montaje. En Entusiasmo vemos a un minero hablando, pero sus palabras se ven ahogadas por el zumbido fabril. Su boca se mueve, pero de ella nada sale. La producción se mantiene en suspenso. Pero es entonces cuando la cualidad del sonido cambia seriamente: el sonido maquínico es modulado primero mediante chirriantes cambios de tono, y después comienza a interrumpirse intermitentemente, produciendo una serie de latidos en staccato. En este momento, la palabra proriv destella en la pantalla, designando, en el registro diegético del filme, la escasez o demora de la producción; al mismo tiempo, sin embargo, la proriv, que significa «interrupción» o «brecha», también nombra la ruptura de la envoltura sonora que el oyente experimenta en ese momento. El silencio salpica el ruido continuo. Y entonces, yendo al grano, Vértov recubre esta señal con las familiares pulsaciones del código Morse, completando así la trayectoria de esta secuencia: desde un tono continuo e ininterrumpido hasta una serie de señales diferenciadas. Vértov extrae de la cacofonía maquínica ininteligible un código que surge a través del éxtasis chirriante para poner de nuevo en movimiento la producción.

En este breve fragmento, Vértov nos informa y alecciona sobre cómo se constituye el significado. Como se ha señalado siempre, desde Schopenhauer y Meyerhold hasta Bergson y Deleuze, la cognición humana es esencialmente una operación sustractiva: rodeada por la plenitud de la naturaleza, sin regulación ni frase, la mente humana reduce la miríada de estímulos sensoriales a un número limitado de señales, creando de esta forma, a partir del caos, un campo semántico organizado. El significado cognitivo se constituye solamente mediante la interrupción del continuo material. En su famoso ensayo «El mensaje fotográfico», Roland Barthes usó este modelo para explicar la diferencia entre el discurso y la fotografía, que él denominaba «el analogon perfecto de la realidad» y «un mensaje sin código »:[16] como todas las tecnologías de registro analógicas —es decir no-digitales— la fotografía participa del incesante murmullo de la naturaleza. Por eso, por ejemplo, la fotografía resulta tan dúctil y vulnerable ideológicamente: una misma fotografía puede ser utilizada como evidencia denotativa o como soporte de muchos significados o interpretaciones. Los mensajes naturales continuos como la fotografía son, hablando en sentido estricto, sin sentido. No forman parte de ningún sistema de signos, sino que son solo «aglutinaciones de símbolos». Por el contrario, el discurso —en todas sus manifestaciones, desde el habla humana hasta el código informático— divide el mundo biológico natural en frases diferenciadas, creando, a partir del flujo continuo de la existencia, una sintaxis discontinua y con sentido dotada de una estructura semántica estable. Por esta razón, explica Barthes, la fotografía, que es estructuralmente multivalente, debe acompañarse de un pie de foto, con el fin de que adquiera un «mensaje» culturalmente legible. En otras palabras, el lenguaje debe dividir la naturaleza en partes con el fin de que pueda generarse el significado cognitivo. Sugiero que lo que Vértov presenta con la proriv, la «interrupción» del murmullo continuo, es precisamente esta transición desde el ruido ininterrumpido hasta el código discontinuo. La máquina empieza a hablar.

Esta lección sobre la constitución del lenguaje que Vértov ofrece en esta secuencia de Entusiasmo se puede superponer inmediatamente al análisis que Arendt hace de las nuevas condiciones de la política. Si la política surgía de las esferas públicas del discurso y el lenguaje, pero, como resultado de los regímenes modernos de producción industrial, se ha visto literalmente silenciada y transformada en el ámbito de la producción tecnológica, entonces esta escena de Entusiasmo de Vértov nos muestra un paso más allá del impasse que ha surgido entre la política y la producción. No utiliza las imágenes y los sonidos para ilustrar un mensaje ideológico; de ser así, se subordinaría una vez más la materia al discurso, repitiendo la lógica binaria que separa la producción de la política. En todo caso, lo que esta secuencia hace es insistir en la transición gradual que se da entre ambas. John MacKay insiste en su indispensable ensayo sobre Entusiasmo en que «el ruido de la industria se abre paso en la esfera cultural [...] sin ser nunca separado de sus condiciones de producción».[17] Si siguiéramos visionando el filme, veríamos regresar el tono continuo, que sería una vez más interrumpido —pro-ryvat’— por esos huecos y ausencias que hacen posible el pensamiento abstracto. La distinción entre política y tecnología, discurso y objeto, no tiene validez en el filme de Vértov. En efecto, al mismo tiempo que realizaba Entusiasmo publicó un artículo en el que desestimaba «la división de los filmes de acuerdo con las categorías de hablados, sonoros o con sonidos añadidos».[18] Entusiasmo oscila entre los lenguajes cognitivos sustractivos y la plenitud tética de la naturaleza, entre el habla y el ruido. Haciendo aparecer el significado desde el interior del ruido, en lugar de oponer el uno al otro, Vértov revela el potencial comunicativo —y por tanto la latencia política— de estas emanaciones maquínicas. Así definió Vértov el kino-pravda: «La descodificación comunista de lo realmente existente.»

Si tomamos en consideración el trabajo de Vértov sobre el telón de fondo del arte productivista de los años veinte, está claro que su programa para desarrollar una semiótica radicalmente materialista también redefine las nociones convencionales de instrumentalidad. En contraste con aquellos de sus contemporáneos que consideraban la materia como mera hylé —materia muda e inerte que requiere ser modelada, transformada y dotada de espíritu por el diseñador humano—, Vértov proponía un modelo de producción que rechazaba esta metafísica de la instrumentalidad que oponía de manera dualística la mente del artista-ingeniero y la extensión del mundo material. Observar la materia como un instrumento implica que la voluntad de quien la diseña es algo fundamentalmente distinguible de la sustancia en la que esa voluntad se «realiza». Pero Vértov, que rechaza esta división cartesiana, sugiere en cambio que el artista-ingeniero siempre está atrapado y se ve envuelto en la materia, en el proceso y en las técnicas mismas de producción: no manipula la materia, sino que trabaja y piensa en ella y a través de ella. Para Vértov, la identidad y la práctica del artista no surgen fuera de las relaciones tecnológicas de su tiempo, sino que, al contrario, se escenifican en el interior de esas tecnologías y medios, y son conformadas por ellas. El artista no «manipula» la materia como si fuese algo separado —lo cual se corresponde con la posición instrumentalista de muchos artistas productivistas— porque se encuentra ya atrapado y envuelto en esos mismos procesos y dispositivos de producción.[19] Si desde finales del siglo xviii el lenguaje humano se considera no solo un medio de expresión y de comunicación intersubjetiva, sino que se ha entendido también como algo que organiza las estructuras de la subjetividad y la articulación del propio pensamiento, Vértov redefinió la forma y los protocolos del pensamiento en un momento en el que, como resultado de la explosión de los dispositivos de registro analógicos, el significante lingüístico se vio forzado a compartir con otros medios la posición privilegiada que antes tenía como matriz exclusiva del pensamiento y la experiencia. El rechazo —o mejor dicho: la relativización— del modelo lingüístico de conciencia por parte de Vértov (sobre lo cual me extenderé más adelante) le llevó a explorar lo que podríamos llamar una semiótica materialista, es decir, un modo de intelección y subjetividad que era inmanente a la materia con la que se articula, y conmensurable con ella.

Como propone Arendt, el reto al que se enfrenta la civilización industrial estriba en cómo ir más allá de un conjunto de términos críticos anticuados que miden la actividad humana exclusivamente de acuerdo con una limitada lógica de la política, y en cómo desarrollar una relación no alienada con los métodos contemporáneos de producción industrial.[20] El proyecto para redefinir la política más allá de los parámetros estrictos del pensamiento lógico requiere conceptualizar la política como un ámbito no separado de la producción tecnológica y la invención científica, sino íntimamente conectado con ellas. No un retorno a la vieja noción griega de la política como discurso, sino una redefinición de la política de la materia. Llegamos aquí a un punto esencial para poder comprender el proyecto del arte de la producción ruso de los años veinte. Me gustaría leer de nuevo la definición de comunismo que Lenin ofreció en 1919: «El comunismo comienza cuando los obreros sencillos sienten una preocupación [...] por salvaguardar cada pud de grano, de carbón, de hierro y demás productos que no sean destinados directamente a los que trabajan ni a sus “allegados”, sino a personas “ajenas”, es decir, a toda la sociedad en conjunto.» En este pasaje, Lenin define el comunismo no como un programa político abstracto, sino como una nueva relación afectiva con dos rasgos principales: en primer lugar, abarca el mundo de todos los objetos que han sido producidos o procesados por manos humanas («cada pud de grano, de carbón, de hierro»); en segundo lugar, cubre la distancia que separa a los productores con el fin de crear «toda una sociedad». Aun sin hacer referencia a Lenin, el filósofo Gilles Deleuze descubre la existencia de estos dos componentes en el trabajo de Vértov, a quien acredita ser el arquitecto cinemático de «la dialéctica de la materia en sí misma». Es esta una dialéctica que cubre distancias habitando en la materia:

Lo que hace el montaje, según Vértov, es llevar la per- cepción a las cosas, poner la percepción en la materia, de tal manera que cualquier punto del espacio perciba él mismo todos los puntos sobre los cuales actúa o que actúan sobre él, por lejos que se extiendan esas acciones y esas reacciones. [...] A todas luces, en Vértov se trata de la conciencia soviética revolucionaria, del «desciframiento comunista de la realidad». Este reúne al hombre del mañana con el mundo anterior al hombre, al hombre comunista con el universo material de las interacciones definido como «comunidad».[21]

Los filmes de Vértov dan expresión visual a esta empatía hacia los objetos incrustando la cámara en el mundo material, fijándola, por ejemplo, en objetos en movimiento como puedan ser una vagoneta de carbón o un timbre, produciendo así en el espectador la impresión de percibir el mundo desde la perspectiva de ese objeto, como se aprecia en una secuencia de El undécimo año (1928).

Su sensibilidad materialista y su solicitud hacia lo inorgánico y el mundo no humano aparece también en varios momentos de sus diarios. Mientras filmaba en la fábrica Dzerjinski en el verano de 1927, escribió:

No me atrevo a utilizar la palabra «enamorado» para hablar de mis relaciones con esta fábrica. Pero siento verdaderos deseos de abrazarla y de acariciar sus tubos gigantescos y sus gasómetros negros.[22]

Si la catexis de Vértov con la fábrica nos choca hoy como una especie de extraño desplazamiento afectivo, yo sugeriría que nuestra incredulidad indica no la excentricidad de Vértov, sino un empobrecimiento de nuestra propia imaginación y una ceguera con respecto a la relación inextricable que existe entre la humanidad y su trabajo, aun cuando este último haya asumido una forma objetivada. El problema, se podría sugerir siguiendo a Vértov y a Lenin, es que fracasamos a la hora de reconocer estos productos de nuestro trabajo como piezas objetivadas de nosotros mismos. Dado que somos incapaces de percibir el componente humano en el grano, el carbón o el hierro, estas cosas se nos escapan como modalidades de relación social. En cambio, un bolchevique consecuente como la agrónoma Mida Grignau, protagonista de la obra teatral ¡Quiero un bebé! (1926) de Serguéi Tretiakov, es capaz de reconocer la humanidad de los objetos: cuando se la acusa de amar su grano tanto como ama a su hijo, Milda replica con escandaloso realismo: «Amo a todos mis productos.»

La reciente investigación de Christina Kiaer sobre el constructivismo y el productivismo ha contribuido en gran medida a corregir la errónea interpretación del objeto constructivista como algo frío e indiferente, como un ejercicio formal exclusivamente abstracto. Basándose en los escritos de Borís Arvatov sobre la cultura de la «cosa camarada», Kiaer ha demostrado la cualidad sensual, casi antropomórfica, y la inverosímil sociabilidad de estos objetos en apariencia distantes, poniendo así a nuestra disposición toda una serie de nuevas perspectivas con las que interpretar las modalidades de la comunicación en Rusia en los años veinte. Al solicitar interacción con sus usuarios humanos, estas formas constructivistas se convierten, tal y como sugiere Kiaer, en «los lugares donde se desarrolla la conciencia humana a través del objeto».[23] El objeto constructivista humanizado se convierte en un agente, un co-trabajador en la construcción del socialismo. No es casualidad, podríamos añadir, que las construcciones del minimalismo estadounidense, que son descendientes del objeto ruso constructivista desde el punto de vista morfológico e histórico,[24] fueran caracterizadas por Michael Fried como «descaradamente antropomórficas».[25] Como el objeto minimalista, la obra constructivista es «algo así como un sucedáneo de la persona».[26]

Esta noción del objeto constructivista como «un sucedáneo de la persona» nos obliga, creo, a considerar la disposición esencialmente dialógica de estas obras; a considerar, en otras palabras, el papel que dichos objetos desempeñan como canales de comunicación. Para la vanguardia productivista, la disquisición sistemática en torno al potencial comunicativo de los objetos cotidianos iba de la mano de una redefinición de los medios de comunicación de masas. A diferencia de lo que sucedía en Europa occidental, donde la noción de «medio de comunicación» se aplicaba solamente a un espectro muy limitado de fenómenos —la prensa, el cine, la fotografía y la radio—, en Rusia reinaba una capacidad de comprender los medios de comunicación mucho más inventiva y talentosa, que abarcaba todas las variedades de ensamblajes técnicos. Y el arte productivista, en particular, enfocó todo tipo de objetos en cuanto medios para transmitir información, aun cuando esta información no pudiera ser reducida a un contenido cognitivo abstracto. Se pueden elaborar todo tipo de especulaciones acerca del motivo por el que la imaginación medialógica floreció de manera tan brillante en la Rusia de los años veinte, pero lo cierto es que parte de esta brillantez tuvo que ver con los diferentes caminos y ritmos que siguió la modernización en Europa y en Rusia: en Europa, tecnologías como la fotografía fueron asimiladas de manera gradual, adquiriendo así la pátina de lo natural; en contraste, la industrialización de choque producida por la Nueva Política Económica y el Primer Plan Quinquenal introdujeron en la vida cotidiana de Rusia toda una gama de medios de comunicación en masa, medios que, al ser allí tan nuevos y poco familiares, quedaban despojados del aura de naturalidad de la que disfrutaban en Occidente. En parte, fue la auténtica extrañeza y frescura que caracterizaban en Rusia a los medios que desde hacía tiempo se habían ontologizado en Europa occidental lo que motivó que allí se realizaran investigaciones rigurosas de las condiciones y de la definición misma de la medialidad. En otra parte, por supuesto, la motivación provino de la agenda bolchevique, la cual, como ya hemos visto, volvió a conceptualizar de manera radical la relación entre política y producción material, e hizo uso de todo tipo de «medios», de la radio a los objetos cotidianos, para cubrir la distancia que separaba a los productores que estaban dispersos en «la sexta parte el mundo», por tomar prestado el título del filme de Vértov de 1926.

Esta antropología de los medios, siempre abierta y no normativa, fue lo que motivó los proyectos de Vértov para reconfigurar el sistema sensorial humano. Vértov consideraba a los medios no como algo dado que se limitaba a reforzar la realidad biológica de la anatomía humana, sino como lugares donde producir esos mismos sentidos, como coyunturas epistemológicas flexibles que configuraban dinámicamente el umbral perceptivo entre el yo y el mundo. Aunque no se pueda decir que fuera única en ese momento histórico, su antropología constructivista iba a contracorriente de las tendencias que contemporáneamente buscaban la pureza en el interior de un medio específico (por ejemplo la fotogenichnost o el kinochestvo en el cine, la audiogenichnost en el medio sonoro, la literaturnost en la literatura, etc.). En el momento de introducir el sonido sincrónico en el filme, por ejemplo, Vértov no mostraba la inquietud por la hibridación de medios que sí podemos encontrar en el Manifiesto del sonido firmado conjuntamente por Eisenstein, Alexandrov y Pudovkin en 1928. Al contrario, Vértov estaba intrigado por las potencialidades sinestésicas de los medios técnicos. En una de sus famosas declaraciones que examinaremos con detalle más abajo, por ejemplo, proponía construir un equipo que le permitiera «fotografiar sonidos». Yo diría que esta mezcla aparentemente ilógica y barroca de evidencias ópticas y sonoras no era un despropósito de Vértov, sino que respondía a su decidido rechazo a balcanizar los sentidos humanos en cinco canales separados. Desde este punto de vista, la práctica sinestésica de Vértov confunde al programa formalista que busca producir un sujeto moderno racionalizado cuyos sentidos sean disciplinados en el rigor de una estética de la pureza y de la especificidad de los medios, lo que Catherine Jones ha llamado, refiriéndose a la crítica formalista de Clement Greenberg, un proyecto de «burocratizar los sentidos».[27] No resulta sorprendente que estos intentos de teorizar las capacidades generales de los medios para operar como transformadores perceptivos sinestésicos se articulase frecuentemente en la obra de Vértov con discusiones y experimentos con la radio, en concreto. Eso se debía a que los parámetros técnicos y las funciones de la radio, el más joven de los medios de masas en los años veinte (la primera emisión de radio rusa tuvo lugar el 3 de junio de 1923), estaban lejos de ser estables. Mientras que hoy se considera la radio como un medio exclusivamente auditivo, en la primera década después de su aparición se mantuvo como una especie de significante flotante en el conjunto de los medios, asumiendo todo tipo de tareas y significados que ahora asociamos con otras tecnologías. Como explicó el constructivista Karl Ioganson, «cuando inventaron la radio, no sabían exactamente cómo la utilizarían».[28] En la dinámica economía mediática de los años veinte, la radio no tenía aún un lugar seguro en la distribución de las funciones sensoriales. Al igual que la palabra alemana Rundfunk designaba originalmente las emisiones por aire tanto de audio como televisivas, y solo después de la Segunda Guerra Mundial se dividió en Hörfunk y Fernsehen, la palabra «radio» en ruso era ambigua en un sentido semejante. Y así Velimir Jlébnikov, en su famoso ensayo de 1921, pudo anunciar «La radio del futuro» como un medio sinestésico capaz de diseminar información en una serie de canales sensoriales, transmitiendo todo a través del espacio, desde el sabor del vino y el olor a nieve hasta el texto óptico de libros que se reciben en «salas de radiolectura».[29]

A pesar de ser más conocido por la plataforma teórica y práctica del cine-ojo, Vértov por supuesto también desarrolló una teoría del radio-ojo (radio-glaz), que fue la rúbrica que utilizó para describir la colocación sinestésica del ojo y del oído, evidente, según insistía, en obras como El undécimo año y El hombre de la cámara (1929). Superando el paradigma estético modernista que reparte nuestra experiencia sensorial del mundo en cinco canales diferenciados, Vértov desarrolló la teoría del radio-ojo como una crítica general de la representación reflejante, que se manifestaba a través —y entre— los sentidos: como él mismo observó, el radio-ojo constituía «un nuevo y superior estadio en el desarrollo del cine no interpretado».[30] La obra de Vértov nos exige ir más allá de la noción de los medios de comunicación como corolario material de los cinco sentidos «modernos», para, en cambio, considerar los efectos psicológicos de los componentes sinestésicos producidos por los medios. Así, en su ensayo «Das Weltbild des Ohres», publicado en su libro de 1936 Rundfunk als Hörkunst [La radio como arte auditivo], Rudolf Arnheim analizaba los sentidos individuales uno a uno, no para hipostatizarlos como diferenciados y separados entre sí, sino para explicar los diferentes modelos de representación y los efectos perceptivos que son inherentes a cada uno de ellos. A diferencia de la percepción visual, sugiere Arnheim, la sensación auditiva y la olfativa están incapacitadas para distinguir epistemológicamente entre un objeto y su Abbild [imagen]. En consecuencia, no participan de la lógica mimética que organiza la metafísica de la representación occidental: «eine “darstellende” Riechkunst wäre wenig ergiebig» [un arte de la representación «olfativo» resultaría poco provechoso].[31]

Si, según Arnheim, la radio carece de las nociones de reproducción e imaginería naturalistas, y por tanto fracasa a la hora de diferenciar categóricamente entre la realidad y su representación ficcional, resulta evidente por qué Vértov consideraba el radio-ojo como «un nuevo y superior estadio en el desarrollo del cine no interpretado»: para Vértov, la significación de la radio como medio tenía que ver no con su «naturaleza» auditiva, sino con su capacidad de desafiar un orden epistemológico que reifica la frontera entre la realidad y su representación: precisamente la frontera que el cine documental trata de superar. [32]Para Vértov, entonces, el curioso neologismo «radio-ojo» da nombre a una crítica de la representación que es inherente a la empresa del documental a través de todos los medios.

La ingeniosa antropología de los medios Vértoviana proponía no solo novedosas reconfiguraciones y despliegues de los medios ya existentes, como la radio y el cine, sino que también expandía la definición de los medios hasta hacer comprender los objetos cotidianos en cuanto portadores de contenido y código, compañeros expresivos con quienes dialogar y canales para la relación entre humanos. En este aspecto, la posición de Vértov se asemeja mucho a la del filósofo de los medios y teórico del diseño Vilém Flusser, quien ha argumentado que todos los objetos utilitarios contienen saber, si bien se trata de un saber no-discursivo que con frecuencia se mantiene en el registro del sustrato material del objeto. La utilidad, por ejemplo, es un modo de saber que resulta vital, aunque se trate de un saber de naturaleza pragmática antes que cognitiva. Las investigaciones que en la antropología sugieren que el habla y la instrumentación evolucionan a partir de un mismo origen confirmarían ese planteamiento. Flusser argumenta que la manufactura de un objeto debería ser entendida como producción de información: crear una cosa, escribe, es dar forma a un material en bruto, a la hylé. Se trata, literalmente, de materia in-formada. A la inversa, utilizar un objeto significa descodificarlo, es decir percibir el contenido informacional latente que quien lo ha producido ha inscrito en la forma del objeto. Flusser escribe: «Al toparme con objetos utilitarios [Gebrauchsgegenstände], lo que me encuentro son los diseños de otras personas. [...] Lo que quiere decir que los objetos utilitarios son intercambios (medios) entre yo y otras personas; no son solamente objetos. No solo son objetivos, también son intersubjetivos; no solo problemáticos, sino también dialógicos.»[33] Es este componente informacional lo que distingue al objeto natural del objeto manufacturado. «Los objetos industriales son valiosos», escribe, «precisamente porque transmiten información. Un zapato o un mueble son valiosos porque son portadores de información, formas improbables hechas a partir del cuero o de la madera o el metal. [...] Es esto lo que hace a tales objetos, en cuanto objetos, valiosos, es decir que se les puede llenar de valor.»[34] Si bien sorprende que el propio Flusser no haya explorado nunca la compatibilidad entre esta noción de manufactura como «in-formación» y la noción marxista de trabajo como producción de valor —lo que resulta asombroso, teniendo en cuenta que la palabra «valor» y sus cognados aparecen cuatro veces en la cita anterior—, esta colocación de la información y del valor no podría ser más explícita en el trabajo de los artistas productivistas soviéticos. ¿Cuál es el contenido informacional de una silla diseñada por Vladímir Tatlin en 1927? ¿O la valencia ideológica de la ropa de trabajo diseñada por Aleksandr Ródchenko en 1922? Son objetos que parecen situarse más allá del ámbito de la ideología y de los códigos sociales. Tomemos como ejemplo las famosas secuencias en Kino-glaz (Cine-ojo, 1924) montadas marcha atrás: ahí Vértov utilizaba la cámara de cine para exponer las diferencias entre una vaca comunista y una vaca capitalista, entre el pan comunista y el pan capitalista. Tal y como Vértov reveló antes que Flusser, incluso en los objetos de consumo en apariencia más inocentes y desideologizados se encuentran codificadas unidades de saber social.

Este proyecto de reconstituir lo político dentro de los parámetros de la producción técnica y el mundo de los objetos —el proyecto que unía a Vértov con los artistas productivistas— hacía que la distinción entre forma y contenido dejara de tener sentido por completo, y, por extensión, requería desarrollar modelos alternativos para comprender los procesos de semiosis y representación. Aunque se pueda hablar del «mensaje» de un artículo de prensa sin que ello nos plantee un problema, no se puede, de manera semejante, articular el «mensaje» contenido en un zapato. Al igual que el zapato, los filmes de Vértov muestran muy poco «contenido» abstracto. Contienen solo un mínimo número de complejos diegéticos, por ejemplo: la Unión Soviética es vasta y posee incontables recursos; se moderniza el campo; un cámara recorre la ciudad; o la producción de carbón en el Donbas se detiene y después se reanuda. El «significado» político de estos filmes no se expresa en ningún mensaje abstracto, sino en su construcción formal. Vértov sitúa esta lección de pensamiento materialista en el origen histórico del kino-pravda. En unas notas de 1924 tituladas «Nacimiento del cine-ojo», Vértov explicaba que el proyecto del cine-ojo comenzó «muy pronto» con la escritura documental:

Después todo esto se transformó en pasión por el montaje de notas estenográficas, de grabaciones para gramófono. En un interés particular por el problema de la posibilidad de grabar sonidos documentales. En tentativas para anotar por medio de palabras y de letras el estruendo de una cascada, los sonidos de una serrería, etc. Y he aquí que un día de primavera de 1918, regreso de la estación. [...] Mientras hago el camino, pienso: es preciso que acabe por encontrar un aparato que no describa, sino que inscriba, fotografíe estos sonidos. Si no, resulta imposible organizarlos, montarlos.[35]

En este pasaje, engañosamente directo, Vértov esboza dos paradigmas de representación diferentes: por un lado la descripción, y por otro la grabación, para pasar a explicar que el cineojo nace en el desplazamiento del primero al segundo. Mientras que Vértov afirma haber intentado describir en una ocasión «por medio de palabras y letras el estruendo de una cascada», un día de 1918 se le ocurre grabar y organizar los sonidos mismos, yendo así más allá de la matriz lógica y simbólica del lenguaje. En otras palabras, el cine-ojo emergió en el momento en que Vértov dejó de trasladar el sonido al lenguaje. Cine-ojo significa organizar el sonido sin forzar su paso —por hacer uso de la elegante expresión de Friedrich Kittler— a través del «cuello de botella del significante».[36] En lugar de describir el mundo con el lenguaje, Vértov grababa la realidad con el fin de producir una constelación de fenómenos: tal y como insistían tanto Vértov como los artistas productivistas, sus intervenciones trabajaban para organizar la realidad, no para reflejarla o representarla discursivamente.

Desde este punto de vista, se puede entender que los filmes de Vértov participan en una reorientación más general de las prácticas estéticas en los años veinte, esto es, en el desplazamiento que se produce desde las estrategias críticas de la vanguardia —lo que Pável Medvedev identificó como poéticas «apofáticas», o poéticas de la negación—[37]hacia los proyectos afirmativos asociados a la construcción del Estado, la pedagogía y la producción material de la vida cotidiana. El alto modernismo propuso un arte cuyas características estructurales se constituyeron mediante dos negaciones en concreto: por una parte, la negación modernista de la autonomía crítica del arte como negación de la existencia cotidiana (la Teoría estética de Adorno ofrece la articulación más avanzada de esta posición);[38] por otra, la conceptualización modernista de la producción artística como algo inherentemente sustractivo. Como explica Christopher Menke, esta plataforma para la producción estética asume que «la diferencia estética, la distinción entre lo estético y lo no estético es, en verdad, la negatividad estética».[39] A partir de esta conversión del naturalismo al modernismo, el autor Arno Holz, por ejemplo, definió la creación artística con la siguiente fórmula: K(unst) = N(atur) – x. La fórmula de Holz, que concibe el arte como una operación de reducción, sugiere que la producción artística no es «creación», sino sustracción de la naturaleza: una interrupción (proriv). El arte del alto modernismo se considera por tanto algo menos que la vida. Y es así como la pintura abstracta modernista, por dar solo un ejemplo, pugna por alcanzar un estado de «opticalidad pura», es decir, una reducción y especialización de la sensación heterológica compleja.

Contra esta articulación dual de la apófasis modernista —la autonomía crítica del arte y su negatividad perceptiva— productores como Vértov se esforzaron por crear obras que no eran diferentes de la realidad y la experiencia cotidiana, sino conmensurables con ellas. En efecto, uno de los rasgos definitorios de la producción documental de este periodo es su participación en esta reorientación desde un programa negativo hacia un programa poetológico positivo. Uno de los términos utilizados con más frecuencia para describir la producción estética durante los años veinte en la Unión Soviética era polozhitelnyi, «positivo».[40] Yo diría que esta palabra describe no solo el tenor sino también la poética de la producción artística durante esos años: por una parte, la vanguardia rusa renunció a su postura anterior de negación crítica y de autonomía estética, para pasar a afirmar la agenda ideológica bolchevique, que ya no estaba centrada en la destrucción del pasado capitalista sino en la construcción del futuro socialista; y al mismo tiempo, las estrategias estéticas y poetológicas devinieron también «positivas» en sí mismas, es decir aditivas y excesivas. La vocación del arte ya no era sustraer de la vida, sino añadir un suplemento a la misma. Entusiasmo de Vértov es un ejemplo perfecto de este modelo aditivo de producción estética. En el trabajo de Vértov, estas estrategias positivas hicieron surgir algo a lo que Kristin Thompson denominó felizmente «exceso cinemático», expresión que designa tanto las cualidades de sobredeterminación semántica como las de superabundancia semiótica. Si bien Thompson utilizó la expresión «exceso cinemático» para referirse al exceso y la multivalencia de la materia significante en filmes tardíos de Eisenstein como Iván el Terrible (1944-1946), también vemos cómo se acumula este exceso en el registro estético-perceptivo de los filmes de Vértov. No ha de sorprender por tanto que los primeros públicos que visionaron Entusiasmo describieran un sentimiento de intensa sobrecarga sensorial. En su lectura de las transcripciones de las discusiones que siguieron a las primeras proyecciones del filme, John MacKay hace notar que la palabra peregruzka, «sobrecarga», aparece de forma recurrente en la respuesta del público. Por eso Deleuze argumentaría que los filmes de Vértov pugnan por cumplir el primer capítulo del libro de Henri Bergson Materia y memoria, que comienza con un ejercicio de pensamiento que explora los contornos de una conciencia no sustractiva. A diferencia de la conciencia humana, la cual filtra los datos sensoriales irrelevantes para organizar el campo perceptivo, el modo positivo de percepción teorizado al comienzo de Materia y memoria y desarrollado en los filmes de Vértov se aproximaría a la conciencia de la propia materia. K = N + x. Pero, tal y como revelan las transcripciones de las discusiones, el público asociaba el exceso sensorial y las intensidades perceptivas del film de Vértov con la sobreestimulación, la irritación, e incluso el dolor.

Como corolario a esta semiótica materialista aditiva, el proyecto de establecer una plataforma de acción revolucionaria en el ámbito de los objetos técnicos condujo a Vértov a adoptar una determinada estrategia estética: se vio empujado a abandonar la traducción por la transposición, la descripción por la edición. Por supuesto, precisamente por no querer articular el contenido de sus filmes en una serie de fórmulas políticas abstractas sus oponentes confundirían su pensamiento materialista con un desviacionismo positivista y le acusaron de ambigüedad ideológica. En un libro reciente titulado Das Kommunistische Postskriptum [El postscriptum comunista], Boris Groys ofrece una lectura convincente del bolchevismo como una especie de gigantesco aparato sublimatorio que adoptó la escala de la sociedad misma. Si la política «funciona en el medio del lenguaje» —y aquí el análisis de Groys repite el de Arendt—, entonces la maximización de la esfera política bajo el comunismo soviético, argumenta Groys, debe entenderse como «un giro lingüístico al nivel de la praxis social».[41] Quizá fue esa la comprensión del comunismo que buscaba Stalin, cuyos textos tardíos sobre filosofía del lenguaje sirven como piedra angular para el argumento de Groys; pero este «giro lingüístico» tiene poco que ver con el comunismo materialista que motiva el trabajo de Vértov y el arte productivista de los años veinte. El objetivo del cine-ojo no es hacer transparente para la razón el mundo de las cosas —no es ofrecer un mensaje ideológico sin ambigüedad—, sino revelar, podríamos decir siguiendo a Arendt, los mensajes y las valencias políticas inmanentes al mundo prosaico de la ciencia y de la biología, de la ingeniería y de la producción técnica. En efecto, a lo largo de su carrera, Vértov luchó una y otra vez contra ese mismo «giro lingüístico» que Groys considera la esencia del comunismo. Vértov, que se definió a sí mismo como un hacedor de «filmes-cosas» (kino-veshchi), rechazó traducir sus obras a filosofía y a fórmulas, e insistió en cambio en que sus «filmes-cosas» se mantuvieran opacos al análisis discursivo. «Hace ya casi un año que no intervengo en los debates, ni como informador ni como oponente. Nosotros, “kinoks”, decretamos: reemplazar las justas oratorias, en tanto que fenómeno de orden literario, por las justas cinematográficas, es decir, por la fabricación de filmes.»[42] Su famosa mica contra el uso de intertítulos en los filmes documentales es uno de los más obvios corolarios de este impulso materialista. Su resistencia al lenguaje también le empujaría a rechazar el uso de guiones literarios, comentarios en voice-over y otras formas de ortopedia textual que pudieran estabilizar el significado discursivo del «filme-cosa». Tan militante era Vértov en su rechazo del tratamiento literario del filme que de hecho fue despedido de su trabajo en Sovkino en 1926 por rechazar entregar un guión de su siguiente proyecto, El hombre de la cámara.

Como conclusión, me gustaría recordar uno de los gestos retóricos más extraños de Vértov: una declaración en la que se mostraba orgulloso de «no ser un cineasta, sino un zapatero: el primer zapatero del cine ruso».[43] Esta afirmación lo dice todo sobre la medialogía materialista de Vértov. Si nos choca, es porque un filme y un zapato nos parecen dos fenómenos completamente incongruentes: el filme ofrece representaciones simbólicas, mientras que el zapato es un mero objeto. Pero, como ya he sugerido, esta distinción dualística entre información y utilidad, semántica y pragmática, resultaba ajena a los artistas productivistas soviéticos y a Vértov. Igualmente ajena les resultaba la estricta división entre significado ideacional y soporte físico —contenido y forma— que organizaba el pensamiento sobre los medios de comunicación en Europa occidental. Al igual que el filme, los zapatos —así como el pan y la carne, o los puds de carbón, grano y hierro— son también medios que cubren las distancias que separan a la gente. Y según esta definición extendida de los medios sugerida por Lenin, era perfectamente razonable para Vértov denominarse «el primer zapatero del cine ruso». Su práctica trataba de manifestar esta filiación tácita entre la materia muda y los medios dialógicos, hay que insistir, no mediante la traducción de los fenómenos materiales en lenguaje humano, sino organizando objetos de tal modo que revelasen las homologías estructurales que existen entre la mente humana y el mundo exterior. En ese momento, según proclamaba Deleuze, se revela «la dialéctica de la materia en sí misma». El estrépito del Donbas se convierte en una sinfonía. La conciencia, como ya hemos observado, se constituye mediante procesos sustractivos que filtran el caos y el ruido; todo lo que queda fuera de este filtro pertenece al campo de lo inconsciente y es, en sentido estricto, insignificante. Fue precisamente este umbral entre el significado y el sinsentido, lo consciente y lo inconsciente, lo que desbarataron los medios técnicos de grabación de la época de Vértov. La teoría del «inconsciente óptico» de la cámara expresada por Walter Benjamin es una respuesta sintomática a la introducción de los medios de grabación analógica como la fotografía y el cine, medios que permitían por vez primera introducir en el campo de la representación todo tipo de sonidos, detalles asimbólicos y una variedad de facturas materiales que no habían sido capturadas previamente por el significante lingüístico.[44] En manos de Vértov, estas invenciones técnicas proporcionaron la oportunidad de organizar zonas de acción política que mantuvieron la diferencia material sin subordinar la materia al lenguaje y a la razón simbólica. Vértov no reconocería distinciones, en sus propias palabras, entre «las categorías de habla, ruido o sonido». El significado y el valor sociales no son solo un efecto del discurso, sino que también se pueden encontrar en todo tipo de objetos in-formados, es decir organizados:

El caos de la vida se aclara gradualmente mientras [el cámara] observa y filma. Nada es azaroso. Todo es explicable y está gobernado por una ley. [...] Todo esto —la fábrica reconstruida, el torno manejado por un obrero, el nuevo comedor público y la guardería rural recién inaugurada, el examen aprobado con nota, la nueva carretera o autopista, el automóvil, la locomotora reparada a tiempo—, cada una de estas cosas tiene su significado...[45]

 

Este texto ha sido publicado previamente en: Los nuevos productivismos, Marcelo Expósito (ed.), Museu d'Art Contemporani de Barcelona (MACBA) y Servei de Publicacions de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), 2010.



[1] Ilya Ehrenburg: Historia del automóvil [título de la edición castellana de 10 L. S.]. Traducción de Jorge Ferrer. Barcelona: Melusina, 2008, pp. 16-17.

[2] Ibíd., p. 41.

[3] Ibíd., p. 49.

[4] Ibíd.

[5] Ibíd., p. 44.

[6] Véase Hannah Arendt: La condición humana. Traducción de Ramón Gil. Barcelona: Paidós, 1993.

[7] Oskar Negt: Lebendige Arbeit, Enteignete Zeit. Frankfurt: Campus, 1984, p. 171.

[8] Ibíd.

[9] Oskar Negt y Alexander Kluge: Der unterschätzte Mensch, Band II: Geschichte und Eigensinn. Frankfurt: Zweitausendeins, 2001, p. 450.

[10] Ibíd., p. 597.

[11] Dziga Vértov: Stat’i, dnevniki, zamysli. S. Dobrashenko (ed.). Moscú: Iskusstvo, 1966, pp. 82-83.

[12] Dziga Vértov: «Instrucciones provisionales a los círculos “cine-ojo”», El cine-ojo (textos y manifiestos). Traducción de Francisco Llinás. Madrid: Fundamentos, 1973, p. 83.

[13] Vladímir Lenin: Una gran iniciativa. http://www.scribd.com/doc/7059944/Una-gran-iniciativa-de-Vladimir-Ilich-Lenin/. Un pud es una unidad de medida que equivale a 16,5 kilos aproximadamente.

[14] Edition Filmmuseum ha publicado recientemente en formato DVD una versión restaurada bajo la dirección de Peter Kubelka (http://www.edition-filmmuseum.com/product_info.php/info/p1_Entuziazm--Simfonija-Donbassa-.html). [N. del T.]

[15] Véase el importante ensayo de John MacKay: «Disorganized Noise: Enthusiasm and the Ear of the Collective» (http://www.kinokultura.com/articles/enthusiasm-eye.pdf), al que debo en gran parte mi interpretación.

[16] Roland Barthes: «El mensaje fotográfico», Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos y voces. Traducción de C. Fernández Medrano. Barcelona: Paidós, 2009, p. 13.

[17] MacKay, op. cit.

[18] Dziga Vértov: Kino-Eye: The Writings of Dziga Vertov, Annette Michelson (ed.). Traducción al inglés de Kevin O’Brien. Berkeley: University of California Press, 1984, p. 106.

[19] Véase John Roberts: «Introduction: Replicants and Cartesians», The Intangibilities of Form. Skill and Deskilling in Art After the Readymade. Londres: Verso, 2007, pp. 9-20.

[20] Arendt señala que «la capacidad para la acción, al menos en el sentido de la liberación de procesos, sigue en nosotros, aunque se ha convertido en prerrogativa exclusiva de los científicos, quienes han ampliado la esfera de los asuntos humanos hasta el extremo de borrar la consagrada y protectora línea divisoria entre la naturaleza y el mundo humano. Ante tales logros, realizados durante siglos en la invisible quietud de los laboratorios, parece natural que sus actos hayan terminado por tener mayor resonancia pública, mayor significación política, que las actividades administrativas y diplomáticas de la mayoría de los llamados estadistas». Arendt, op. cit., p. 348.

[21] Gilles Deleuze: La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1. Traducción de Irene Agoff. Barcelona: Paidós, pp. 122 y 124.

[22] Dziga Vértov: Memorias de un cineasta bolchevique. Traducción de Joaquín Jordá. Barcelona: Labor, 1974, p. 21.

[23] Christina Kiaer: «Boris Arvatov’s Socialist Objects», October, nº 81 (verano de 1997), p. 109.

[24] Maria Gough: «Frank Stella is a Constructivist», October, nº 119 (invierno de 2007), pp. 94-120.

[25] Michael Fried: «Art and Objecthood», en Art and Objecthood: Essays and Reviews. Chicago: University of Chicago Press, 1998, p. 156.

[26] Ibíd.

[27] Catherine Jones: Eyesight Alone: Clement Greenberg’s Modernism and the Bureaucratization of the Senses. Chicago: University of Chicago Press, 2005.

[28] Citado en Maria Gough: Artist as Producer. Russian Constructivism in Revolution. Los Ángeles: University of California Press, 2005, p. 101.

[29] Velimir Jlébnikov: «Das Radio der Zukunft», Werke. Poesie. Prosa. Schriften. Briefe. Ed. a cargo de Peter Urban. Reinbek: Rowohlt Verlag, 1985.

[30] Vértov: «El “radio-ojo”», El cine-ojo, op. cit., p. 103.

[31] Rudolph Arnheim: Rundfunk als Hörkunst (1933). Múnich: Carl Hanser Verlag, 1979, p. 18 [edición inglesa: Radio, An Art of Sound. Nueva York: Da Capo, 1972].

[32] Dicho sea para argumentar en contra de la idea que tradicionalmente se sostiene en el ámbito académico, según la cual «Vértov parece utilizar el término “radio-ojo” queriendo decir cine sonoro (esto es, sonido más imagen)», Lucy Fischer: «Enthusiasm: From Kino-Eye to Radio-Eye», Film Quarterly, nº 31.2 (invierno de 1977-1978), p. 33. En efecto, si Vértov utilizó la expresión «radio-ojo» como sinónimo de cine sonoro, entonces ¿por qué atribuyó filmes [no sonoros] como El undécimo año y El hombre de la cámara a su periodo de «radio-ojo»?

[33] Vilém Flusser: «Design: Hindernis zum Abräumen von Hindernissen», Vom Stand der Dinge: Eine kleine Philosophie des Design. Gotinga: Steidl, 1993, p. 41.

[34] Vilém Flusser: Towards a Philosophy of Photography. Londres: Reaktion, 2000, pp. 51-52.

[35] Vértov: «Nacimiento del cine-ojo», El cine-ojo, op. cit., p. 51.

[36] Véase Friedrich Kittler: Discourse Networks 1800/1900. Stanford: Stanford University Press, 1990.

[37] Véase Pável Medvedev: The Formal Method in Literary Scholarship. A Critical Introduction to Sociological Poetics. Baltimore: John Hopkins University, 1991 [hay edición en castellano: El método formal en los estudios literarios. Madrid: Alianza, 1994].

[38] Véase Christoph Menke: «Umrisse einer Ästhetik der Negativität», en F. Koppe (ed.): Perspektiven der Kunstphilosophie. Frankfurt: Suhrkamp, 1991, pp. 191-216; y The Sovereignty of Art: Aesthetic Negativity in Adorno and Derrida. Cambridge, Mass.: The MIT Press, 1999.

[39] Menke: The Sovereignth of Art, op. cit., p. 3.

[40] La etimología de polozhitelnyi es igual a la de la palabra inglesa positive: proviene del verbo to posit (polozhit, «proponer»), que significa «asumir como un hecho», pero también to place («depositar»). Es literalmente un concepto tético y aditivo, más que crítico o sustractivo.

[41] Boris Groys: Das kommunistische Postskriptum. Frankfurt: Suhrkamp, 2006, pp. 7 y 8. Dado que define el comunismo como «verbalización de la sociedad» (p. 15), Groys concluye que «la Unión Soviética tiene que ser poléinterpretada

como el intento de realizar el sueño de la totalidad de la filosofía desde su fundación platónica, que es el de establecer la dominación por parte de los filósofos» (p. 33). De acuerdo con Groys, el último texto escrito por Stalin sobre filosofía del lenguaje corrobora su tesis de que la revolución bolchevique introduce un «dominio por parte de los filósofos» (p. 80).

[42] Vértov: «La importancia de las actualidades», El cine-ojo, op. cit., p. 42. Y en la anotación de su diario fechada el 19 de mayo de 1934: «He olvidado discutir, he olvidado hablar en público. He olvidado escribir desde que he notado que las palabras no expresan en absoluto mi pensamiento. Hablo y me escucho, controlo. Las palabras no traducen mis pensamientos. Entonces tengo que dejar de escribir porque no escribo en absoluto lo que pienso. Me paro. [Mis] ideas son lo más fácil de traducir en el montaje cinematográfico, [...] yo podría pensar sobre película [...]», Memorias de un cineasta bolchevique, op. cit., p. 28.

[43] Vértov reconoce que esta formulación viene de Alekséi Gan. Véase «La importancia del cine no interpretado», El cine-ojo, op. cit., pp. 46-47.

[44] Kittler habla de la «expresión lingüística liberada de la vida mental» en Discourse Networks 1800/1900, op. cit., pp. 240 y ss.

[45] Vértov: «Man With a Movie Camera: A Visual Symphony», Kino-Eye, op. cit., pp. 287-288.