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10 2006

Geopolítica del chuleo

Suely Rolnik

Traducción castellana de Damian Krauss y Florencia Gómez, revisada por Joaquín Barriendos y Marcelo Expósito.

Fuertes vientos críticos han agitado el territorio del arte desde comienzos de la década de 1990. Con diferentes estrategias, desde las más panfletarias y distantes al arte hasta las más contundentemente estéticas, tal movimiento de los aires del tiempo tiene como una de sus principales dianas la política que es propia del capitalismo financiero que se instaló en el planeta a partir del final de los años setenta, la cual se rige por procesos de subjetivación (especialmente sobre el lugar del otro y el destino de la fuerza de creación). La confrontación con este campo problemático impone la convocatoria a una mirada transdisciplinaria, ya que están allí imbricadas innumerables capas de realidad, tanto en el plano macropolítico (los hechos y los modos de vida en su exterioridad formal, sociológica) como en el micropolítico (las fuerzas que agitan la realidad, disolviendo sus formas y engendrando otras en un proceso que abarca el deseo y la subjetividad).

En Brasil, este debate sólo se esboza curiosamente a partir del cambio de siglo, en una parte de la nueva generación de artistas que comienza a tener expresión pública en ese momento, organizándose frecuentemente en los llamados “colectivos”. Más reciente aún es la articulación del movimiento local con la discusión mantenida hace mucho tiempo fuera del país[1]. Hoy, este tipo de temática comienza incluso a incorporarse al escenario institucional brasileño, en la estela de lo que viene ocurriendo hace ya algún tiempo fuera del país, donde este movimiento se ha transformado en una “tendencia” en el circuito oficial[2]. Como veremos, dicha incorporación se refiere al lugar que ocupa el arte en las estrategias del capitalismo financiero.

Ante la emergencia de este tipo de temáticas en el territorio del arte, surgen algunas preguntas: ¿qué hacen ahí cuestiones como éstas?, ¿por qué han sido cada vez más recurrentes en las prácticas artísticas? En lo que respecta a Brasil, ¿por qué aparecen recién ahora?, ¿cuál es el interés de las instituciones en incorporarlas? Voy a esbozar aquí algunas vías de prospección micropolítica, esperando que las mismas puedan contribuir al enfrentamiento de estas preguntas.

Antes de comenzar con el trazado de esta cartografía, hay que recordar que el surgimiento de cualquier cuestión se produce siempre a partir de problemas que se presentan en un contexto dado atravesando nuestros cuerpos, provocando una crisis de nuestras referencias. Es el malestar de la crisis lo que desencadena el trabajo del pensamiento: un proceso de creación que puede expresarse de forma conceptual, pero también plástica, musical, cinematográfica... o simplemente existencial. Sea cual sea el canal de expresión, pensamos/creamos porque algo de nuestras vidas nos fuerza a hacerlo para dar cuenta de aquello que está pidiendo paso en nuestro día a día: nada que ver con la noción de “tendencia”, propia de la lógica mediática y su principio mercadológico. Tras entender desde esta perspectiva la función del pensamiento, la insistencia en este tipo de temática nos indica que la política de subjetivación, de relación con el otro y de creación cultural está en crisis y que, seguramente, viene operándose una mutación en estos campos. La singularidad del arte como modo de expresión y, por ende, de producción de lenguaje y pensamiento, es la invención de posibles los cuales adquieren cuerpo y se presentan en vivo en la obra. De allí el poder de contagio y de transformación que la acción artística porta. Mediante esta acción, es el mundo el que está en obra. No debe extrañar entonces que el arte indague sobre el presente y participe de los cambios que operan en la actualidad.

 
En busca de la vulnerabilidad

Una de las búsquedas que ha movido especialmente las prácticas artísticas es la de la superación de la anestesia de la vulnerabilidad al otro, propia de la política de subjetivación en curso. Y es que la vulnerabilidad es la condición para que el otro deje de ser simplemente un objeto de proyección de imágenes preestablecidas y pueda convertirse en una presencia viva, con la cual construimos nuestros territorios de existencia y los contornos cambiantes de nuestra subjetividad. Ahora bien, ser vulnerable depende de la activación de una capacidad específica de lo sensible, la cual fue reprimida durante muchos siglos, manteniéndose activa sólo en ciertas tradiciones filosóficas y poéticas que culminaron en las vanguardias culturales de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, cuya acción se propagó por el tejido social en el transcurso del siglo XX. La propia neurociencia, en sus investigaciones recientes, comprueba que cada uno de nuestros órganos de los sentidos es portador de una doble capacidad: cortical y subcortical[3].

La primera corresponde a la percepción, la cual nos permite aprehender el mundo en sus formas para luego proyectar sobre ellas las representaciones de las que disponemos a manera de una atribución de sentido. Esta capacidad, que nos es la más familiar, está por lo tanto asociada al tiempo, a la historia del sujeto y al lenguaje. Con ella se yerguen, claramente delimitadas, las figuras de sujeto y objeto manteniendo entre sí una relación de exterioridad. Esta capacidad cortical de lo sensible es la que permite conservar el mapa de representaciones vigentes, de modo tal que podamos movernos en un escenario conocido donde las cosas permanezcan en sus debidos lugares, mínimamente estables.

La segunda capacidad subcortical, que a causa de su represión histórica nos es menos conocida, nos permite aprehender el mundo en su condición de los campos de fuerzas que nos afectan y se nos hacen presentes en el cuerpo bajo la forma de sensaciones. El ejercicio de esta capacidad está desvinculado de la historia del sujeto y del lenguaje. Con ella, el otro es una presencia viva hecha de una multiplicidad plástica de fuerzas que pulsan en nuestra textura sensible, tornándose así parte de nosotros y de nosotras mismas. Se disuelven aquí las figuras de sujeto y objeto, y con ellas aquello que separa el cuerpo del mundo. Ya en la década de los ochenta (en un libro que ahora ha sido reeditado[4]) llamé “cuerpo vibrátil” a esta segunda capacidad de nuestros órganos de los sentidos en su conjunto. Es nuestro cuerpo como un todo el que tiene este poder de vibración en las fuerzas del mundo.

Entre la vibratibilidad del cuerpo y su capacidad de percepción hay una relación paradójica, ya que se trata de modos de aprehensión de la realidad que obedecen a lógicas totalmente distintas e irreductibles. Es la tensión de esta paradoja la que moviliza e impulsa la potencia del pensamiento/creación, en la medida en que las nuevas sensaciones que se incorporan a nuestra textura sensible son intransmisibles por medio de las representaciones de las que disponemos. Por esta razón, ellas ponen en crisis nuestras referencias e imponen la urgencia de inventarnos formas de expresión. Así, integramos en nuestro cuerpo los signos que el mundo nos señala y, a través de su expresión, los incorporamos a nuestros territorios existenciales. En esta operación se restablece un mapa de referencias compartido con nuevos contornos. Movidos por esta paradoja, somos continuamente forzados y forzadas a pensar/crear de acuerdo con lo que ya se ha sugerido. El ejercicio de pensamiento/creación tiene por tanto un poder de interferencia en la realidad y de participación en la orientación de su destino, constituyendo así un instrumento esencial de transformación del paisaje subjetivo y objetivo.

El peso de cada uno de estos dos modos de conocimiento sensible del mundo, así como la relación entre ellos, es variable. Es decir, el lugar del otro y la política de relación que con él se establece cambian. Ésta define a su vez un modo de subjetivación. Se sabe que las políticas de subjetivación cambian con las transformaciones históricas ya que cada régimen depende de una forma específica de subjetividad para su viabilización en el cotidiano de todos y de cada uno de nosotros y nosotras. Es en este terreno en el que un régimen gana consistencia existencial y se concreta. De ahí que podemos hablar de “políticas” de subjetivación. Sin embargo, en el caso específico del neoliberalismo, la estrategia de subjetivación, de relación con el otro y de creación cultural adquiere una importancia esencial, pues cobra un papel central en el propio principio que rige el capitalismo en su versión contemporánea. El hecho es que este régimen se alimenta fundamentalmente --hasta tal punto que recientemente ha sido calificado como “capitalismo cognitivo” o “cultural”[5]-- de las fuerzas subjetivas, especialmente las de conocimiento y creación. Considerando lo anterior, puedo ahora proponer una cartografía de los cambios que han llevado al arte a plantear este tipo de problemas. Tomaré como punto de partida los años sesenta y setenta.

 
Nace una subjetividad flexible

Hasta principios de los años sesenta estábamos bajo un régimen fordista y disciplinario que alcanzó su ápice en el triunfante american way of life de posguerra, en el que la subjetividad estaba regida por la política identitaria y su rechazo al cuerpo vibrátil: dos aspectos inseparables ya que sólo en la medida en que anestesiamos nuestra vulnerabilidad podemos mantener una imagen estable de nosotros y nosotras mismas y del otro, o sea una identidad. De lo contrario, somos constantemente llevados y llevadas a rediseñar nuestros propios contornos y los de nuestros territorios de existencia. Hasta dicho periodo, la imaginación creadora operaba principalmente escabulléndose por los márgenes. Este tiempo terminó en los años sesenta y setenta como resultado de los movimientos culturales que problematizaron el régimen en curso y reivindicaron “la imaginación al poder”. Tales movimientos pusieron en crisis el modo de subjetivación entonces dominante, arrastrando junto a su desmoronamiento toda la estructura de la familia victoriana en su apogeo hollywoodense, soporte del régimen que en aquel momento comenzaba a perder hegemonía. Se creó entonces una “subjetividad flexible”[6], acompañada de una radical experimentación de modos de existencia y de creación cultural para hacer implosión en el corazón del deseo, en el modo de vida “burgués”, en su política identitaria, en su cultura y, por supuesto, en su política de relación con la alteridad. En esta contracultura se crearon formas de expresión para aquello que indica el cuerpo vibrátil afectado por la alteridad del mundo, dando cuenta de los problemas de su tiempo. Las formas así creadas tienden a transmitir la manera en que la subjetividad incorpora las fuerzas que agitan su entorno. El advenimiento de tales formas es indisociable de un devenir-otro de sí. Es más, ellas son el fruto de una vida pública en un sentido fuerte: la construcción colectiva de la realidad la cual se construye permanentemente a partir de las tensiones que desestabilizan las cartografías en uso.

Hoy en día estas transformaciones se han consolidado. El escenario de nuestro tiempo es otro: no estamos más bajo ese régimen identitario, la política de subjetivación ya no es la misma. Disponemos todos y todas de una subjetividad flexible y procesual tal como fue instaurada por aquellos movimientos, y nuestra fuerza de creación en su libertad experimental no sólo es bien percibida y acogida, sino que incluso es insuflada, celebrada y frecuentemente glamourizada. A pesar de ello, hay un “pero” en todo esto que no es precisamente irrelevante y que no podemos soslayar: en la actualidad, el principal destino de esta flexibilidad subjetiva y de la libertad de creación que la acompaña no es la invención de formas de expresividad para las sensaciones, indicadoras de los efectos de la existencia del otro en nuestro cuerpo vibrátil. No es en absoluto ésta la política de creación de territorios --e, implícitamente, de relación con el otro-- que predomina en nuestra contemporaneidad: lo que nos guía en esta empresa, en nuestra flexibilidad posfordista, es la identificación casi hipnótica con las imágenes del mundo difundidas por la publicidad y por la cultura de masas. No obstante (independientemente de su estilo o público-objetivo) tales imágenes son invariablemente portadoras del mensaje de que existen paraísos, aunque ahora están en este mundo y no en un más allá, y, sobre todo, de que algunas personas tienen el privilegio de habitarlos. Y más aún, se transmite la idea de que podemos ser uno de estos VIP’s; basta para ello con que invirtamos toda nuestra energía vital --de deseo, de afecto, de conocimiento, de intelecto, de erotismo, de imaginación, de acción, etc.-- en actualizar en nuestras existencias estos mundos virtuales de signos a través del consumo de objetos y servicios que los mismos nos proponen. Un nuevo arrebato para la idea de paraíso de las religiones judeocristianas, la cual presupone un rechazo a la vulnerabilidad al otro y de las turbulencias que ésta trae, y, más aún, un menosprecio por la fragilidad que ahí necesariamente acontece. En otras palabras, la idea occidental de paraíso prometido corresponde a un rechazo de la vida en su naturaleza inmanente de impulso de creación continua. En su versión terrestre, el capital sustituyó a Dios en la función de garante de la promesa, y la virtud que nos hace merecerlo pasó a ser el consumo: éste constituye el mito fundamental del capitalismo avanzado. Ante esto, es cuando menos equivocado considerar que carecemos de mitos en la contemporaneidad: es precisamente a través de nuestra creencia en el mito religioso del neoliberalismo que los mundos-imagen que este régimen produce se vuelven realidad concreta en nuestras propias existencias.

 
La subjetividad flexible se entrega al chulo

En otras palabras, el “capitalismo cognitivo” o “cultural”, inventado precisamente como salida a la crisis provocada por los movimientos de los años sesenta y setenta, incorporó los modos de existencia que éstos inventaron y se apropió de las fuerzas subjetivas, en especial de la potencia de creación que en ese entonces se emancipaba en la vida social, poniéndola de facto en el poder. Sin embargo, ahora sabemos que se trata de una operación micropolítica que consiste en hacer de esta potencia el principal combustible de su insaciable hipermáquina de producción y acumulación de capital, a un punto tal que se puede hablar de una nueva clase de trabajadores y trabajadoras que algunos autores y autoras llaman “cognitariado”[7]. Es esta fuerza, así chuleada, la que a una velocidad exponencial viene transformando el planeta en un gigantesco mercado y a sus habitantes en zombis hiperactivos incluidos o trapos humanos excluidos: dos polos entre los cuales se perfilan los destinos que les son asignados, frutos interdependientes de una misma lógica. Ése es el mundo que la imaginación crea en nuestra contemporaneidad. Es de esperar que la política de subjetivación y de relación con el otro que predomina en este escenario sea de las más empobrecidas.

Actualmente, pasadas ya casi tres décadas, nos es posible percibir esta lógica del capitalismo cognitivo operando en la subjetividad. Sin embargo, al final de los años setenta, cuando tuvo inicio su implantación, a la experimentación que venía haciéndose colectivamente en las décadas anteriores, a fin de emanciparse del patrón de subjetividad fordista y disciplinario, difícilmente podía distinguírsela de su incorporación por el nuevo régimen. La consecuencia de esta dificultad es que muchos de quienes protagonizaron los movimientos de las décadas anteriores cayeron en la trampa. Deslumbrados con la entronización de su fuerza de creación y de su actitud transgresora y experimental --hasta entonces estigmatizadas y confinadas a la marginalidad--, y fascinados con el prestigio de su imagen en los medios de comunicación y con los abultados salarios recién conquistados, se entregaron voluntariamente a su chuleo. Muchas de esas personas se tornaron ellas mismas creadoras y concretadoras del mundo fabricado para y por el capitalismo en éste, su nuevo ropaje.

Esta confusión es sin duda producto de la política de deseo propia del chuleo de las fuerzas subjetivas y de creación. Un tipo de relación de poder que se da básicamente por medio del hechizo de la seducción. La persona que seduce convoca en la persona seducida una idealización que la aturde: esta última pasa a identificarse entonces con la agresora y a someterse a ella, impulsada por su propio deseo, con la esperanza de ser digna de pertenecer a su mundo. Sólo recientemente se ha tomado conciencia de esta situación, lo que tiende a llevar a la ruptura del hechizo. Esto trasparece en las diferentes estrategias de resistencia individual y colectiva que se acumulan en los últimos años por iniciativa sobre todo de una nueva generación que no se identifica en absoluto con el modelo de existencia propuesto, cayendo en la cuenta de cuál su maniobra. Evidentemente, las prácticas artísticas, por su misma naturaleza de expresión de las problemáticas del presente tal como atraviesan el cuerpo, no podrían permanecer indiferentes a este movimiento. Al contrario, es exactamente por esta razón que estas cuestiones emergen en el arte desde el inicio de los años noventa, tal como lo mencioné al principio. Con diferentes procedimientos, tales estrategias vienen realizando un éxodo del campo minado que se ubica entre las figuras opuestas y complementarias de subjetividad-lujo y subjetividad-basura, campo donde se confinan los destinos humanos en el planeta del capitalismo globalizado.

 
Una herida rentable

Pero la dificultad para resistir a la seducción de la serpiente en su versión contemporánea, propia del paraíso neoliberal, se agravaba más aún en países de Latinoamérica y Europa Oriental [así como en España], los cuales, al igual que en Brasil, se encontraban bajo regímenes totalitarios al momento de la instauración del capitalismo financiero. No olvidemos que la apertura democrática que se dio a lo largo de los años ochenta en estos países [desde mediados de los setenta en España] se debe en parte a la llegada del régimen posfordista, ya que la rigidez de los sistemas totalitarios constituía un estorbo para la flexibilidad.

Y es que si abordamos los regímenes totalitarios no en su cara visible macropolítica sino en su cara invisible micropolítica, corroboraremos que lo que caracteriza a tales regímenes es la rigidez patológica del principio identitario. Esto vale tanto para totalitarismos de derecha como de izquierda, pues desde el punto de vista de las políticas de subjetivación tales regímenes no difieren. A fin de mantenerse en el poder, no se contentan en ignorar las expresiones del cuerpo vibrátil, es decir, las formas culturales y existenciales engendradas en una relación viva con el otro y que desestabilizan continuamente las cartografías vigentes. Incluso porque su propio origen constituye precisamente una reacción violenta a la desestabilización cuando ésta sobrepasa un umbral de tolerabilidad para las subjetividades más servilmente adaptadas al status quo; para éstas, tal umbral no convoca la urgencia de crear, sino por el contrario la de preservar el orden establecido a cualquier precio. Destructivamente conservador, el régimen totalitario va más lejos que la mera desconsideración de las expresiones del cuerpo vibrátil: se empeña obstinadamente en descalificarlas y humillarlas hasta que la fuerza de creación, de la cual tales expresiones son producto, está a tal punto signada por el trauma de este terrorismo vital que ella misma termina por bloquearse, reducida al silencio. Un siglo y medio de psicoanálisis nos habrá mostrado que el tiempo de afrontar y elaborar un trauma de este porte puede extenderse por treinta años[8].

No es difícil imaginar que el encuentro de estos dos regímenes vuelve el escenario aún más vulnerable a los abusos del chuleo: en su penetración en contextos totalitarios, el capitalismo cultural sacó ventaja del pasado experimental, especialmente audaz y singular en estos países, pero también y sobre todo de las heridas que en las fuerzas de creación causaron los golpes sufridos. El nuevo régimen se presenta no sólo como el sistema que acoge e institucionaliza el principio de producción de subjetividad y de cultura de los movimientos de los años sesenta y setenta, como fue el caso en Estados Unidos y en los países de Europa Occidental [y España]. En los países bajo dictadura, dicho nuevo régimen gana un plus de poder de seducción: su aparente condición de salvador que viene a liberar la energía de creación de su yugo, a curarla de su estado debilitado, permitiéndole reactivarse y volver a manifestarse[9]. Si bien el poder vía seducción propio del gobierno mundial del capital financiero es más light y sutil que la pesada mano de los gobiernos locales comandados por Estados militares que los precedieron, no por eso son menos destructivos sus efectos, aunque con estrategias y finalidades enteramente distintas. Es de esperarse, por lo tanto, que la sumatoria de ambos ocurrida en estos países haya agravado considerablemente el estado de alienación patológica de la subjetividad, especialmente en la política que rige la relación con el otro y el destino de su fuerza de creación.

 
El know how antropofágico

Si enfocamos la lente micropolítica sobre Brasil, encontraremos una situación aún más específica. Se trata de que la existencia de un rasgo singular de la contracultura tal como se dio en este país, el cual habla de un revival de la Antropofagia en los años sesenta y setenta, que aparece en movimientos culturales como el Tropicalismo, tomado en su sentido más amplio[10]. Lo que hace reactivar esta herencia es, sin duda, el hecho de que la convocación de las marcas de esta tradición inscritas en nuestro cuerpo trae el respaldo necesario para sostener la creación de una subjetividad flexible y la conquista de una libertad de experimentación que se constituían en aquel momento. Se redescubre en la Antropofagia, como ya lo había propuesto el propio Oswald de Andrade, un “programa de reeducación de la sensibilidad” que puede funcionar como una “terapéutica social para el mundo moderno”[11].

De hecho, como todas las vanguardias culturales de aquellos años, el espíritu visionario de los modernistas brasileños apuntó críticamente, ya en los años veinte, los límites de las políticas de subjetivación, de relación con el otro y de producción de cultura propia del régimen disciplinario. También como las demás vanguardias, uno de los principales objetivos de su crítica fue la política identitaria impulsada por ese régimen. Pero en Europa las vanguardias tuvieron que inventar, de cero, nuevas formas de vivir y de crear y, en algunos casos, lo hicieron inspirándose en la figura de su supuesto “otro”, el colonizado, objeto de la proyección del imaginario utópico de los colonizadores, que tendía a ser el reverso idealizado de sí mismos. En Brasil, sin embargo, esta otra política de subjetivación no tenía que ser inventada: estaba inscrita en nuestra memoria, desde los inicios de la fundación del país. Me refiero a la inexistencia de una identificación absoluta y estable con cualquier repertorio, la inexistencia de obediencia ciega a las reglas establecidas, la apertura para incorporar nuevos universos, la libertad de hibridación, la flexibilidad de experimentación y de improvisación para crear territorios y sus respectivas cartografías (todo esto llevado con gracia y alegría). El servicio que el movimiento modernista brasileño prestó a la cultura del país fue el de circunscribir y valorar esta política, dándole el nombre de “antropofagia”. Ello hizo posible tomar conciencia de esta singularidad cultural que puede afirmarse, a contrapelo de la idealización de la cultura europea, como la herencia colonial que marcaba la inteligentzia del país. Cabe acotar que esta identificación sumisa es aún hoy en día la marca de buena parte de la producción intelectual brasileña, que en algunos sectores solamente sustituyó su objeto de idealización por la cultura estadounidense, lo que se registra especialmente en el caso del arte.

En las décadas de los sesenta y setenta las transformaciones inventadas por el arte a comienzos de siglo dejaron de restringirse a las vanguardias culturales; pasadas algunas décadas, éstas habían contaminado el tejido social y vendrían a expresarse más contundentemente en la generación nacida después de la Segunda Guerra Mundial. Para esta generación, la sociedad disciplinaria que alcanzó su auge en aquel momento se tornó absolutamente intolerable, lo que la hizo lanzarse a un proceso de ruptura con este patrón en su propia existencia cotidiana. La subjetividad flexible se tornó así el nuevo modelo. En Brasil, en este mismo período, el ideario antropofágico se reactivó, lo que dio a este movimiento en el país una libertad de experimentación especialmente radical.

 
Zombis antropofágicos

La existencia de esta tradición antropofágica generó en Brasil una situación peculiar también en el proceso de instalación del neoliberalismo y de la clonación que realizó de los movimientos de las décadas anteriores: el know how antropofágico daba a los brasileños y brasileñas un juego de cintura especial para adaptarse a los nuevos tiempos. Quedamos extasiadas por ser tan contemporáneos, por estar tan a gusto en la escena internacional de las nuevas subjetividades posidentitarias, de estar tan bien equipados para vivir esta flexibilidad posfordista (lo que nos convierte por ejemplo en campeones internacionales de publicidad y nos posiciona entre los grandes en el ranking mundial de las estrategias mediáticas)[12]. Sin embargo, ésta es tan sólo la forma que tomó la voluptuosa y alienada entrega a este régimen en su aclimatación en tierras brasileñas, haciendo de sus habitantes, principalmente los urbanos, verdaderos zombis antropofágicos. ¿Características previsibles en un país con pasado colonial? Sea cual sea la respuesta, una señal evidente de esta identificación patéticamente acrítica para con el capitalismo financiero de parte de la propia elite cultural brasileña, es el hecho de que el liderazgo del grupo que reestructuró el Estado brasileño enyesado por el régimen militar, haciendo del proceso de redemocratización su alineamiento al neoliberalismo, se compone, en gran parte, de intelectuales de izquierda que vivieron muchos de ellos en el exilio durante el período de la dictadura.

Porque la Antropofagia es una forma de subjetivación cuya diferencia respecto de la política identitaria no garantiza nada de por sí, ya que se puede investir de diferentes éticas, de las más críticas a las más execrablemente reaccionarias. Ya lo apuntaba Oswald de Andrade, designando a estas últimas “baja antropofagia”[13]. Lo que distingue a tales éticas entre sí es el mismo “pero” que señalé anteriormente al referirme a la diferencia existente entre la subjetividad flexible inventada en los años sesenta y setenta y su clon fabricado por el capitalismo posfordista. Esta diferencia reside en la estrategia de creación de territorios e, implícitamente, en la política de relación con el otro: para que este proceso se oriente por una ética de afirmación de la vida es necesario construir territorios con base en las urgencias indicadas por las sensaciones, es decir, las señales de la presencia del otro en nuestro cuerpo vibrátil. Es en torno a la expresión de estas señales, y de su reverberación en las subjetividades que respiran el mismo aire del tiempo, que van abriéndose posibles en la existencia individual y colectiva.

Ahora bien, no es ésta, de ninguna manera, la política de creación de territorios que ha predominado en Brasil: el neoliberalismo movilizó lo que esta tradición tiene de peor, la más baja antropofagia. La “plasticidad” de la frontera entre lo público y lo privado y la “libertad” de apropiación privada de los bienes públicos tomada en broma es una de sus peores facetas, impregnada de la herencia colonial (es precisamente por esta faceta de la antropofagia que Oswald de Andrade había llamado la atención para designar su lado reactivo). Este linaje intoxica a un punto tal a la sociedad brasileña, especialmente a su clase política, que sería ingenuo imaginarse que pueda desaparecer como por arte de magia.

Son cinco siglos de experiencia antropofágica y casi uno de reflexión sobre la misma a partir del momento en que, al circunscribirla críticamente, los modernistas la tornaron consciente. Ante esto, nuestro know how antropofágico puede ser útil hoy en día, no para garantizar nuestro ingreso en los paraísos imaginarios del capital, sino para ayudarnos a problematizar esta desgraciada confusión entre las dos políticas de subjetividad flexible, separando la paja del trigo, que se distinguen básicamente por el lugar o no lugar que ocupa el otro. Este conocimiento nos permite participar de modo fecundo en el debate que se traba internacionalmente en torno a la problematización del régimen que hoy se tornó hegemónico e, indisociablemente, de la invención de estrategias de éxodo del campo imaginario que tiene origen en su mito nefasto[14]. El arte tiene una vocación privilegiada para realizar semejante tarea, en la medida en que desgarra la cartografía del presente al liberar la vida en sus puntos de interrupción devolviéndole la fuerza de germinación: una tarea totalmente distinta e irreducible a aquéllas otras de denuncia o de concientización, que son del dominio de la macropolítica.

Pero, para eso, tenemos que tratar la enfermedad que resultó de la desafortunada confluencia en Brasil de tres factores históricos que incidieron negativamente en nuestra imaginación creadora: la traumática violación por parte de la dictadura, la explotación chulesca por parte del neoliberalismo y la activación de una baja antropofagia. Esta confluencia tornó sin duda más exacerbados el envilecimiento de la capacidad crítica y la identificación servil con el nuevo régimen.

Aquí podemos volver a nuestra indagación inicial acerca de la situación peculiar de Brasil en el campo geopolítico del debate internacional que viene trabándose, hace casi dos décadas, en el territorio del arte, en torno al destino de la subjetividad, a su relación con el otro y a su potencia de invención bajo el régimen de capitalismo cultural. La triste confluencia de los tres factores históricos puede ser una de las razones por las cuales este debate es tan reciente en el país. Por supuesto que hay excepciones entre nosotros, como es el caso de Lygia Clark, quien un año después de Mayo de 1968 preanuncia ya esta situación. He aquí como ella la describe la época: “En el mismo momento en que digiere el objeto, el artista es digerido por la sociedad que ya encontró para él un título y una ocupación burocrática: él será el ingeniero de los pasatiempos del futuro, actividad que en nada afecta el equilibrio de las estructuras sociales. La única manera en que el artista puede escapar de la recuperación es buscando desencadenar la creatividad general, sin  ningún límite psicológico o social. Su creatividad se expresará en lo vivido”[15].

 
¿Qué puede el arte?

Es desde el interior de este nuevo escenario que emergen las preguntas que se pueden plantear a quienes piensan/crean, especialmente los y las artistas, en el afán de delinear una cartografía de lo contemporáneo; y que lo hacen con el fin de identificar sus puntos de tensión para hacer irrumpir justamente ahí la fuerza de creación de otros mundos.

Un primer bloque de preguntas sería relativo a la cartografía de la explotación chulesca. ¿Cómo se aplica a nuestra vitalidad el torniquete que nos lleva a tolerar lo intolerable, y hasta a desearlo? ¿Por medio de qué procesos nuestra vulnerabilidad al otro se anestesia? ¿Qué mecanismos de nuestra subjetividad nos llevan a ofrecer nuestra fuerza de creación para la realización del mercado? ¿Cómo son capturados por la fe en la promesa de paraíso de la religión capitalista nuestro deseo, nuestros afectos, nuestro erotismo, nuestro tiempo? ¿Qué prácticas artísticas han caído en esta trampa? ¿Qué es lo que nos permite identificarlas? ¿Qué hace que sean tan numerosas?

Otro bloque de preguntas, en verdad inseparable del primero, sería relativo a la cartografía de los movimientos de éxodo. ¿Cómo liberar la vida de sus nuevos impasses? ¿Qué puede hacer nuestra fuerza de creación para enfrentar este desafío? ¿Qué dispositivos artísticos lograrían hacerlo? ¿Cuáles de éstos estarían tratando al propio territorio del arte, cada vez más codiciado (y socavado) por el chuleo que encuentra allí una fuente inagotable para extorsionar plusvalía de poder? En suma, ¿cómo reactivar en los días actuales la potencia política inherente a la acción artística, su poder de instauración de posibles?

Respuestas a éstas y otras tantas preguntas están construyéndose mediante diferentes prácticas artísticas junto con los territorios de todo tipo que se reinventan cada día. Por lo que parece, el paisaje geopolítico del chuleo globalizado ya no es exactamente el mismo. Corrientes moleculares vienen moviendo las tierras. En este momento, estarían atravesando los subterráneos de América Latina.



[1] Se refiere la autora a la proliferación de colectivos de arte político que ha tenido lugar fundamentalmente en el área de São Paulo en años recientes: Contra Filé, Bijari, Cia Cachorra, Catadores de Histórias, c.o.b.a.i.a., A revolução não será televisionada, TrancaRua, Frente 3 de Fevereiro ... Si se rastrean algunos de lo momentos más “visibles” e “institucionales” de la articulación de este “movimiento local” con actividades semejantes que tienen lugar fuera de Brasil --articulación a la que Suely Rolnik se refiere sin detallar-- se obtiene un interesante diagrama de algunas formas recientes de articulación translocal entre prácticas artísticas politizadas que está sucediendo en estos años, algunas de cuyas caracteristicas serían: la progresiva conexión con prácticas sociales y políticas locales (por ejemplo el Movimento Sem Teto do Centro) y traslocales; una relación “flexible”, desprejuiciada, con la institución artística, con entradas y salidas fluidas de las instituciones, etcétera. Véase, por ejemplo, la participación de trece colectivos en la IX Bienal de La Habana bajo el título Territorio São Paulo (http://www.bienalhabana.cult.cu/protagonicas/proyectos/proyecto.php?idb=9&&idpy=23), la exposición Kollektive Kreativität en Kassel, organizada por el colectivo de Zagreb What, How & for Whom (WHW) (http://www.fridericianum-kassel.de/ausst/ausst-kollektiv.html#interfunktionen_english), la edición bonaerense del proyecto Ex Argentina, coordinada por, entre otros, el grupo Etcétera (http://www.exargentina.org/participantes.html) y la exposición Self-Education en el Centro Nacional de Arte Contemporáneo de Moscú, coordinada por Daria Pirkyna y el colectivo de San Petesburgo Chto Delat? (¿Qué hacer?) (http://transform.eipcp.net/calendar/1153261452). Sobre Kollektive Kreativity, WHW, Etcétera, Ex Argentina, Grupo de Arte Callejero (GAC)..., véase Brumaria, nº 5, Arte: la imaginación política radical, verano de 2005, <http://www.brumaria.net> [NdE].

[2] Piénsese en la última edición de la Bienal de Sao Paulo, 2006 [NdE].

[3] Véase Hubert Godard, “Regard aveugle”, en Lygia Clark, de l’oeuvre à l’événement. Nous sommes le moule. A vous de donner le souffle, Suely Rolnik y Corinne Diserens (eds.), Musée de Beaux-Arts, Nantes, 2005. Versión brasileña: “Olhar cego”, en Lygia Clark, da obra ao acontecimento. Somos o molde, a você cabe o sopro, Pinacoteca del Estado, São Paulo, 2006. El texto es la trascripción de una entrevista que filmé con Godard en el contexto de un proyecto que vengo desarrollando desde 2002, que apunta a la construcción de una memoria viva sobre las prácticas experimentales propuestas por Lygia Clark y el contexto cultural brasileño y francés donde tuvieron su origen. Las cincuenta y seis filmaciones realizadas hasta el momento fueron objeto de una exposición en Francia y en Brasil, de la cual la publicación antes mencionada constituye el catálogo.

[4] Suely Rolnik, Cartografia Sentimental. Transformações contemporâneas do desejo, Estação Liberdade, São Paulo, 1989. Véase también la edición de 2006 (Sulina, Porto Alegre), la cual incluye un nuevo prefacio.

[5] Las nociones de “capitalismo cognitivo” o “cultural”, propuestas por el grupo de pensadores ligados a Toni Negri y a la revista francesa Multitudes a partir de los años noventa, son herederas de la idea que permea toda la obra de Deleuze y Guattari acerca del estatuto de la cultura y de la subjetividad en el régimen capitalista contemporáneo. [Véase en castellano: Maurizio Lazzarato, Yann Moulier Boutang, Antonella Corsani, Enzo Rullani et al., Capitalismo cognitivo. Propiedad intelectual y creación colectiva, Traficantes de Sueños, Madrid, 2004, accesible en <http://traficantes.net/>].

[6] Desarrollé la noción “subjetividad flexible” en algunos de mis ensayos recientes, entre los que se encuentra “Politics of Flexible Subjectivity. The Event-Work of Lygia Clark”, en Terry Smith, Nancy Condee & Okwui Enwezor (eds.), Antinomies of Art and Culture: Modernity, Postmodernity and Contemporaneity, Duke University Press, Durham, 2006; “Life for Sale”, en Adriano Pedrosa (coord.), Farsites: urban crisis and domestic symptoms. InSite, San Diego y Tijuana, 2005. Véase Brian Holmes, “The Flexible Personality”, en Hieroglyphs of the Future, WHW y Arkzin, Zagreb, 2002), accesible online en <http://www.u-tangente.org/> [versión castellana: “La personalidad flexible. Por una nueva crítica cultural”, en, Brumaria, nº 7, Arte, máquinas, trabajo inmaterial, 2006 (http:///www.brumaria.net) y publicación multilingüe en este monográfico, transversal: máquinas y subjetivación. <http://transform.eipcp.net/transversal/1106/holmes/es>].

[7] Véase supra, nota 5 [y también algunas discusiones sobre las nuevas formas de trabajo y la posible conformación a partir de ellas de nuevos sujetos políticos, tal y como se están dando en el seno de algunos movimientos europeos entorno a la precariedad social; véase por ejemplo, en castellano, Chainworkers, Trabajar en las catedrales del consumo, en Brumaria, nº 3, 2004, accesible en <http://www.ecn.org/chainworkers/chainw/libro_cw.htm>].

[8] Al comenzar la dictadura militar en Brasil, el movimiento cultural persiste con toda su garra. Con la promulgación del Acta Institucional Número 5 (AI5) en diciembre de 1968, el régimen recrudece y el movimiento pierde aliento, tendiendo a paralizarse. Como todo régimen totalitario, sus efectos más nefastos tal vez no hayan sido aquellos palpables y visibles de la prisión, la tortura, la represión y la censura, sino otros, más sutiles e invisibles: la parálisis de la fuerza de creación y la consiguiente frustración de la inteligencia colectiva, por quedar asociadas a la amenaza aterrorizadora de un castigo que puede llevar a la muerte. Uno de los efectos más tangibles de tal bloqueo fue el número significativo de individuos jóvenes que vivieron episodios psicóticos en la época, muchos de los cuales fueron internados en hospitales psiquiátricos, no siendo pocos quienes sucumbieron a la  “psiquiatrización” de su sufrimiento, no habiendo vuelto jamás de la locura. Tales manifestaciones psicóticas, en parte provenientes del terror de la dictadura, ocurrieron igualmente en el ámbito de las experiencias-límite, características de la así llamada contracultura, que consistían en toda especie de experimentación sensorial, incluyendo generalmente el uso de alucinógenos, en una postura de resistencia activa a la política de subjetivación burguesa. La presencia difusa del terror y la paranoia que éste engendra habrá sin duda contribuido a los destinos patológicos de estas experiencias de apertura de lo sensible a su capacidad vibrátil.

[9] Hemos insertado en varios puntos de este escrito la mención a España en tanto en cuanto la hipótesis de Suely Rolnik sobre el tipo de especial “seducción” que los nuevos regímenes de subjetivación ejercieron entre los años setenta y ochenta sobre la fuerzas de creación que habían sido dañadas por los golpes de una dictadura --con su modo de subjetivación autoritario--, nos parece perfectamente aplicable al caso español: piénsese si no en cómo la “liberalización” creativa y de los modos de vida --con sus diversas “movidas” y políticas culturales de Estado-- tuvo una relevancia central para legitimar el nuevo sistema político encargado de implementar el neoliberalismo y su régimen de subjetivación flexible [NdE].

[10] El movimiento contracultural en Brasil fue especialmente radical y amplio, habiendo sido el Tropicalismo una de las principales expresiones de su singularidad. La juventud activa de la época se dividía entre la contracultura y la militancia, las cuales sufrieron igual violencia por parte de la dictadura: prisión, tortura, asesinato, exilio, además de los muchos que sucumbieron a la locura, como ya he señalado. La contracultura, no obstante, jamás fue reconocida en su potencia política, a no ser por el régimen militar que castigó ferozmente a quienes de ella participaron, colocándolos en los mismos pabellones destinados a los presos oficialmente políticos. La sociedad brasileña proyectaba sobre la contracultura una imagen peyorativa, originada en una visión conservadora, compartida en este aspecto específico por la derecha y por la izquierda (incluso por los militantes de la misma generación).  Tal negación, aún hoy, persiste en la memoria del período que, diferentemente, preserva y enaltece el pasado militante.

[11] Oswald de Andrade, “A marcha das utopias” (1953), A Utopia Antropofágica, Obras Completas de Oswald de Andrade. Globo, São Paulo, 1990.

[12] La televisión brasileña ocupa un lugar privilegiado en el escenario internacional. Una señal evidente de esto es el hecho de que las novelas de la red Globo se transmiten actualmente en más de doscientos países.

[13] Oswald de Andrade , “Manifiesto Antropófago” (1928), A Utopia Antropofágica, op. cit.

[14] Comencé a elaborar esta cuestión de la antropofagia, en el sentido en que la estoy problematizando aquí, a comienzos de los años noventa. Este trabajo dio lugar a tres textos. El primero, escrito en 1993, es Schizoanalyse et Anthropophagie, en Eric Alliez (ed.), Gilles Deleuze. Une vie philosophique, Les empêcheurs de penser en rond, París, 1998; versión brasileña: Esquizoanálise e Antropofagia, en Gilles Deleuze. Uma vida filosófica, Editora 34, São Paulo, 2000. El segundo es  “Subjetividade Antropofágica” / “Anthropophagic Subjectivity”, en Paulo Herkenhoff y Adriano Pedrosa (eds.), Arte Contemporânea Brasileira: Um e/entre Outro/s, XXIVa Bienal Internacional de São Paulo. Fundación Bienal de São Paulo, 1998; reeditado en Daniel Lins (ed.), Razão Nômade, Forense Universitária, Rio de Janeiro, 2005. El tercero es “Zombie Anthropophagy”, en What, How & for Whom (WHW) (ed.), Collective Creativity. Dedicated to the anonymous worker, Kunsthalle Fridericianum, Kassel, 2005; versión francesa: “Anthropophagie Zombie”, en Mouvement. L’indiscipline des Arts Visuels, en Artishoc, no 36-37, París, septiembre-diciembre de 2005 [versión castellana: “Antropofagia zombie”, en Brumaria, nº 7, Arte, máquinas, trabajo inmaterial. 2006, <http://www.brumaria.net/>. Véase también supra, nota 1].

[15] Lygia Clark, “O corpo é a casa” (1969), publicado por primera vez en francés con el título “L’homme structure vivante d’une architecture biologique et celulaire”, en Robho, nº 5-6, París, 1971; reproducido en Lygia Clark, Funarte, Río de Janeiro, 1980, y posteriormente en Manuel Borja-Villel y Nuria Enguita Mayo (eds.), Lygia Clark, Fundació Tàpies, Barcelona, 1997.