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12 2023

Mi amigo loco que quería cambiar el mundo

Alisa del Re

Traducción: Francesco Salvini

Querido Toni,

Esta mañana, nada más recibir la noticia de tu fallecimiento (sí, llamémoslo así, muerte, muerte, no partida, fin de la vida, con esa aspereza del lenguaje que no te pertenecía, pero que utilizabas para hacer más evidentes los conceptos), he ido a repasar las fotos de mi boda (febrero de 1972) en la que estabas con Guido Bianchini, Luciano Ferrari Bravo, Sandro Serafini, Paola Meo Negri y muchos otros compañeros, muchos de los cuales ya no están con nosotros, y muchos han sufrido la cárcel y el exilio.

Nos conocemos desde 1967, cuando llegué a retarte en clase, expulsándote a ti y a Luciano porque queríamos ocupar la Facultad. Aceptaste irte de buen grado, con un dejo de complicidad. Ya preveías los momentos revolucionarios que se estaban gestando: para estas predicciones (normalmente de algunas décadas) Guido se desahogaba cada vez con afecto y en el fondo con un poco de esperanza: "el loco (o sea tú, como te llamaba cariñosamente) ha decidido cómo va a cambiar el mundo".

Contigo añoro los años en el Instituto de Doctrina del Estado, donde habías inaugurado un método de estudio y de investigación colectiva absolutamente único y que desplazaba la rigidez de la Academia.

Al amanecer estábamos en Marghera repartiendo octavillas en la entrada a los trabajadores de la planta petroquímica, por la mañana en el Instituto discutiendo nuestros análisis y nuestro trabajo, por la tarde algunas reuniones. ¿Recuerdas cuando íbamos a Marghera en el coche con Teresa Rampazzi, que apenas veía, con una niebla padana que daba miedo? Sin embargo, nos contagiaba tu entusiasmo por la coherencia de las luchas que se desarrollaban.

Hacíamos política, analizábamos los cambios del mundo, nos cambiábamos a nosotros mismos. No siempre estábamos de acuerdo, pero en los raros momentos (Rosolina, 1973) en que era necesario tomar partido, yo estaba de tu parte.

Observabas el desarrollo del feminismo a tu alrededor con curiosidad y asombro, y quizás no comprendiste inmediatamente su alcance. En 1977 empezamos a darnos cuenta de que tarde o temprano nos harían pagar por las transformaciones sociales de las que nos sentíamos protagonistas.

El primer exilio en Suiza, el regreso, la esperanza. Recuerdo la lectura de los Grundrisse junto con Maurizio Lazzarato y nuestras frecuentes peticiones de aclaraciones cuando volvíamos al Instituto desde Milán. Y luego las detenciones, el afecto en las cartas que me escribías desde la cárcel, el pensamiento en tus hijos y en los que habíamos dejado fuera.

A veces tenía la sensación de que te sentías un poco responsable hacia mí, cosa que siempre negué incluso cuando algunos intentaban hacerme pasar por un pobre inocente. Qué alegría cuando nos volvimos a ver en París, después de que hubieras conseguido escapar de la cárcel italiana, en un arranque de vida difícil pero comprensible.

Vivíamos los dos en el distrito 18 cuando me dijiste que esperabas a Nina. Era una vida complicada de exiliado, encuentros en casa de Félix Guattari, un reconocimiento tuyo entre los grandes filósofos franceses. Nos vimos con frecuencia, hasta mi regreso a Italia. Pero incluso después de eso, yo volvía a menudo a París y cada vez, bien para un encuentro, bien simplemente para un kyr intercambiábamos opiniones políticas e historias de vida (yo historias de vida, tú valoraciones políticas claras y esclarecedoras).

Y luego la decisión que tomaste de volver a Italia con la esperanza de cumplir poco tiempo en la cárcel y por fin ser libre. Yo no estaba de acuerdo. Habíamos tenido una reunión con los compañeros en Florencia y habíamos decidido aconsejarte que no volvieras, que no te fiaras.

Vinimos a París a decírtelo y simplemente me pediste que hiciera de intermediario entre tú y el exterior de la prisión, cosa que me negué a hacer. ¿Fue entonces cuando te enamoraste de Judith? ¡Qué golpe de suerte tuviste Toni mio!

Seguramente eras consciente de ello, tenías a tu lado a una persona encantadora, inteligente y autónoma, una de las pocas que se dedicaba a ti sólo por quererte, que se dedicaba a ti sin anularse en ti.

Desde tu liberación nos vimos a menudo, a veces para conferencias o escuelas de política (la escuela de Passignano), a veces simplemente para saludarnos con Judith, sobre todo cuando estabas en Venecia.

La última vez fue el pasado mes de junio, cuando me dijiste que contabas con vivir al menos tres o cuatro años más, y yo te creí porque, al fin y al cabo, hasta ahora siempre habías acertado en tus predicciones, salvo en las fechas de la revolución y en la duración de la vida.

Hoy, sin embargo, estoy aquí para decirme que me habías mentido, que no esperaba que murieras, que me gustaba pensar que eras eterno, que podías recuperar la salud, como siempre habías hecho, con tu energía revolucionaria a la que no le importaban los tiempos contingentes. Por primera vez me pregunté por qué una amistad había durado tanto, atravesando momentos apasionantes y pesados acontecimientos personales y políticos, con una vida que no se puede condensar en unas pocas líneas.

Ahora todos dirán que fuiste un gran filósofo, que tus escritos son excepcionales, que fuiste un gran maestro de generaciones enteras. Y también habrá impunes que se retractarán de insultos estúpidos y gratuitos sobre el cattivo maestro.

Pero yo te digo, y lo digo alto y claro, que has sido para mí un gran amigo y un gran hombre que no se conformó con menos que cambiar el mundo.